Por El Perrochinelo
¿Qué transita, mi banda sudorosa? Aquí su compa, el Perrochinelo, reportándose en pleno cambio de estación. Y no es por ser amargado, pero en esta ciudad ya ni la primavera llega cuando debe, banda. Antes era cosa de marzo pa’ abril, pero ahora con eso del calentamiento global y el despapaye climático, las jacarandas andan floreciendo desde febrero como si alguien les hubiera puesto turbo.
Yo lo veo clarito: la primavera ya no llega, nos atropella. Apenas pestañeas y, ¡pum!, la ciudad se pinta de morado con esos árboles elegantes que hacen que hasta el barrio más rudo se vea bonito. Pero también llega con su paquete infernal: un calor que te deja más seco que borracho jurado. Y a mí, que ando a patín todo el día, se me cuecen las patas en el asfalto hirviendo. Neta, banda, si un día me ven caminando raro, no es porque ande pedo, es porque ya traigo las almohadillas bien chamuscadas.
Pero hay que admitir que las jacarandas rifan. Esas morras se ponen guapas y llenan la ciudad de flores, como si a la capital le diera por ponerse vestido nuevo nomás pa’ presumir. Se ven tan chidas que hasta los influencers se trepan a los camellones pa’ la foto del Insta, mientras los oficinistas en Reforma se toman selfies bien inspirados, como si estuvieran en Japón y no en la CDMX tragándose el smog.
Eso sí, no todo es miel sobre hojuelas. Porque si en la mañana las jacarandas son un espectáculo visual, en la tarde se vuelven una trampa mortal. Pa' los carros, los bikers y los peatones distraídos, esas flores resbalosas son lo más cercano a un campo minado. Un mal paso y terminas en el suelo, abrazando la banqueta como si fuera el amor de tu vida.
Y luego está el calor, banda. Porque aquí no es cualquier calorcito primaveral bonito, de esos que te dan ganas de correr por el campo como en comercial de agua embotellada. ¡Nel! Aquí es calor con tráfico, con microbuses que parecen saunas con ruedas, con taqueros sudando sobre el trompo y con el metro convertido en una olla exprés de puro chavorruco sin desodorante.
La CDMX en primavera es un horno de piedra. El sol pega con odio, el pavimento se calienta más que doña Pelos cuando le pides fiado, y el único aliviane son los señores de los helados de carrito, que llegan como ángeles con sus paletas de grosella y sus nieves de limón que te salvan la vida.
Y aquí es donde me pongo serio, raza, porque neta necesitamos más árboles y menos cemento. Ya la ciudad parece sartén gigante y cada vez hay menos parques donde uno pueda echarse una pestañita sin riesgo de que lo corran los polis. Si no queremos que la CDMX se convierta en una versión chilanga del desierto de Sonora, hay que exigir más áreas verdes. Porque a este paso, vamos a acabar derretidos en el asfalto, y ni la virgencita nos van a salvar.
Los árboles no solo dan sombra, también nos bajan el calorón y le dan chance a uno de respirar aire que no sepa a escape de un camión. Así que si ven una jacaranda, un fresno o lo que sea que dé sombrita, quiéranlo, abrácenlo (bueno, si no los ven feo), y si pueden, planten uno.
Pero no todo es queja, banda. También hay cosas chidas en primavera. Las plazas se llenan de chavos enamorados que se dan besos de película sin importarles que los vean las doñas persignadas. Las fonditas empiezan a vender agua de frutas bien frías. Y lo mejor: la ciudad se viste de flores y de verdes.
Además, para los lomitos como yo, la primavera trae uno que otro regalo. Más gente en los parques significa más chances de que alguien se le caiga un tamalito o nos dejen las sobras. Y si hay suerte, hasta algún buen samaritano me deja una paleta de limón pa’ refrescarme el hocico.
Así que, mi bandita, disfruten la primavera, pero no se pasen de lanza con el planeta. No dejen que esta ciudad se convierta en un sartén gigante. Planten un árbol, cuiden la sombra y, si ven a un perrito callejero, no sean gachos, un agüita fría y algo de comida se agradecen.
Yo, por mientras, me voy a buscar un buen rincón con sombra pa’ dormir la siesta, antes de que la CDMX me deje como pollo rostizado. ¡Ahí nos vemos, raza!
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