Por Rebeca Jiménez
Dayana se miró al espejo por última vez antes de caminar hacia el altar. Su rostro estaba perfectamente maquillado, pero bajo la capa de polvo y colores había una palidez que ni los tonos más cálidos podían disimular. El vestido, un marfil que parecía capturar la luz, le pesaba en los hombros como un castigo. La tela la envolvía con una presión casi asfixiante, y la realidad pesaba más que su embarazo no deseado. Contenía el grito que llevaba semanas reprimiendo. Tenía diecinueve años, apenas podía distinguir entre la vida y el espejismo de lo que debería ser.
Sabía que todos esperaban que se mostrará radiante. Su madre se lo había recordado durante semanas: "Sonríe, Dayana. La gente tiene que verte feliz." Y ahí estaba, a sus diecinueve años, caminando hacia un futuro que no había elegido, casándose con Diego, su novio de la prepa al que apenas había aprendido a querer y cuyo mayor mérito, según su familia, era el futuro prometedor que podía ofrecerle a ella y al hijo que llevaba dentro.
En la nave principal, los invitados comenzaban a murmurar. Su madre, impecable y altiva, supervisaba los detalles como si fuera una coronación. Diego, un joven correcto, estudiante de Derecho y de “buena” familia, ajustaba los puños de su traje con nerviosismo. No era malo, pensaba Dayana, pero tampoco era Alan.
En la iglesia, el ambiente estaba saturado de incienso y murmullos. Las bancas estaban llenas, pero los ojos de Dayana solo buscaron uno: Alan, el que amaba, el “amigo” que nunca fue del agrado de su madre.
Estaba ahí. Lo había visto llegar minutos antes hablando con su padre, escuchó que le había pedido que grabara la ceremonia. La petición había sido casual, casi inocente, pero el tono del padre tenía un filo que le provocaba escalofríos. ¿Sabía algo? La posibilidad la había dejado paralizada, y ahora Alan estaría ahí, grabando su boda, inmortalizando su capitulación.
Había esperado que él se negara, que encontrará alguna excusa, pero no lo hizo. Alan aceptó con una sonrisa rígida, pero sus ojos lo traicionaron.
Su mirada se cruzó con la de ella cuando él encendió la cámara. No sonrió, ni parpadeó. Había algo en su rostro, una mezcla de orgullo herido y resignación. Ella había insistido en que viniera, usando palabras que sonaba a súplica: "Es importante para mí. Necesito que estés allí."
Ella no podía decidir si era cruel o desesperada.
El órgano comenzó a tocar. Su padre apareció junto a ella, ofreciéndole el brazo.
—Estás hermosa, hija. —Su voz era grave, casi afectuosa. Pero sus ojos tenían una frialdad calculadora.
Dayana dio el primer paso. Cada movimiento era como arrastrar una roca cuesta arriba. Mientras avanzaba, su mente se llenó de momentos con Alan, que ahora parecían pertenecer a otra persona.
Avanzó por el pasillo tomada del brazo de su padre. Sentía las miradas de todos sobre ella, pero ninguna tenía el peso de la de Alan. Él estaba detrás de la cámara, pero podía sentir su presencia como un latido constante, un calor que atravesaba la distancia.
Cuando llegó al altar, sintió el peso de la mirada de Alan desde detrás de la cámara. Diego le sonrió con timidez, pero ella apenas lo notó. El sacerdote empezó a hablar, y sus palabras parecían un eco distante.
Diego la tomó de la mano. Era amable, incluso dulce, pero su toque le parecía un muro entre ella y el mundo. El sacerdote comenzó la ceremonia, y las palabras llenaron el aire como un zumbido distante.
Los ojos de Dayana se desviaron hacia Alan. Estaba de pie, en silencio, con la cámara apuntando directamente hacia ella. Sus miradas se cruzaron por un instante, y en ese instante, todo se derrumbó dentro de ella. Volvió a recordar los momentos que habían compartido: la ayuda con Etimologías y Biología, los paseos a museos, las tardes que la hacían sentir viva. Con Alan, todo había sido intensidad, secreto y desorden, un caos que amaba.
Pero ahora estaba aquí, frente a un altar, unida a Diego por algo que no podía deshacer. Su decisión no había sido suya, o al menos eso se repetía para soportar el peso de su propia cobardía.
Entonces ocurrió algo inesperado. Mientras el sacerdote enumeraba las virtudes del matrimonio, Alan alejó su rostro del visor de la cámara un momento y la miró directamente, con una intensidad que casi la hizo tambalearse. No había rabia en sus ojos, ni súplica, ni tristeza. Sólo una pregunta muda: "¿Es esto lo que quieres?"
La pregunta la atravesó como un rayo. No podía responder. No en voz alta. Pero algo en ella, algo profundo y enterrado, comenzó a gritar.
Cuando llegó el momento de los votos, Dayana sintió que el aire se volvía denso, como si la iglesia misma la estuviera observando. Tomó la mano de Diego, su piel cálida y seca contrastando con el frío sudor de la suya.
—Yo, Dayana... —empezó, pero su voz se quebró.
El silencio se volvió insoportable. Los murmullos crecieron. Su madre, desde su asiento, la miró con una mezcla de confusión y advertencia. Diego la apretó ligeramente, instándola a continuar.
Fue Alan quien rompió el hechizo. Volvía a ocultar su rostro nuevamente detrás de la cámara, la luz de la cámara al grabar, le recordó que todo aquello estaba siendo registrado. Su vida, su derrota, su mentira.
Dayana tragó saliva. Cerró los ojos un instante y volvió a abrirlos, mirando a Diego.
—Acepto —dijo, con una voz que no parecía suya.
El resto de la ceremonia pasó como un sueño borroso. Al terminar, la música llenó la iglesia mientras los invitados aplaudían. Alan apagó la cámara y la bajo. Dayana lo vio salir, con los hombros caídos y la mirada perdida. Algo dentro de ella quiso correr tras él, pero sus pies no se movieron.
Al salir del templo, cuando los invitados comenzaron a irse, Alan se acercó a ella.
—Felicidades, señora. —Su voz era suave, pero el sarcasmo era innegable.
Dayana no respondió. No podía. Solo lo miró mientras él se daba la vuelta y se alejaba, dejando tras de sí un vacío que ningún vestido color marfil ni altar dorado podrían llenar.
Se sentó en una banca que encontró en el atrio y miró al cielo. Sabía que Alan no volvería, que ese día era un punto final. Pensó en su hijo, en Diego, en la vida que la esperaba, y sintió una mezcla de culpa y resignación. Tal vez podría aprender a amar esa vida, a encontrar una forma de ser feliz. Pero esa noche, bajo el peso de todo el cielo, solo podía llorar por lo que había perdido.
Su madre se acercó, ajustándole el velo con una sonrisa triunfal.
—Hiciste lo correcto, hija. Ya verás que todo saldrá bien. Ahora párate que se arruga el vestido.
Pero Dayana no estaba segura de qué significaba "bien". Se sentía como un espectro, una sombra de lo que pudo haber sido. Afuera, en la calle, imaginó a Alan alejándose, llevándose con él la única versión de ella que había sido real.
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