Por Terrornauta
La luna, pálida y enferma, se alzaba sobre la Ciudad de México cuando Julián, un hombre de sonrisa afilada y manos suaves de tanto prometer, salió de su departamento en la colonia Roma. Había dejado otra mujer atrás, otra promesa vacía, otro hijo sin padre. No le importaba. Nunca le había importado.
En los días previos al 14 de febrero, la ciudad se llenaba de luces rosadas y globos en forma de corazón. Julián se movía entre los bares y cafés con la seguridad de un depredador en su cacería. Su voz era miel y veneno, su mirada un lazo invisible que atrapaba con dulzura.
Pero entonces, algo cambió.
Primero fue la sombra en los espejos, alargada, sin forma definida, observándolo. Luego, los mensajes en su teléfono que él no recordaba haber enviado: "Nos veremos pronto". No reconocía los números. A veces, en la brisa fría, oía una risa infantil que le erizaba la piel.
El 13 de febrero, en la madrugada, despertó sobresaltado. Una silueta pequeña estaba a los pies de su cama. Un niño. Su rostro no era claro, pero sus ojos eran pozos oscuros, vacíos. "¿Por qué nos dejaste, papá?", susurró la voz.
Julián huyó de su departamento y deambuló por la ciudad. En cada esquina, en cada reflejo de vitrina, el niño aparecía. Su andar se volvía errático. Se encerró en un hotel barato, creyendo que allí estaría a salvo.
El 14 de febrero amaneció con un cielo gris y un silencio antinatural. Cuando la mucama entró a la habitación de Julián, la encontró vacía. No había señales de pelea ni de fuga, solo una nota garabateada en la pared con algo oscuro:
"Nos veremos pronto".
En las calles, las parejas seguían riendo, comprando flores, abrazándose. Nadie notó que en los escaparates de las tiendas, junto a los globos y peluches, se reflejaba la figura de un niño de ojos negros, esperando.
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