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LA CRÓNICA DEL DÍA: Mi día menos favorito del año

Querido Félix, mi único y verdadero confidente (y el único ser humano que soportó sin querer asesinar (a veces)):

¿Cómo estás? Bueno, en realidad no me importa, pero como es costumbre, pregunto por pura formalidad. Espero que no estés celebrando el 14 de febrero, porque si lo haces, tendré que reconsiderar nuestra amistad. Ya sabes cómo me siento respecto a esa fecha: una trampa comercial diseñada para hacer que la gente se sienta miserable, ya sea porque están solos o porque están atrapados en una relación que probablemente odian. Pero, en fin, no voy a empezar esta carta con una diatriba sobre el capitalismo romántico (aunque podría, y lo haré luego). Hoy, en cambio, te voy a contar por qué el 14 de febrero es mi día menos favorito del año, y cómo una vez, en un arrebato de estupidez adolescente, caí en la trampa de intentar ser "normal". Y si, fue un verdadero desastre.

¿No se sí recuerdas que una vez te mencioné que intenté ser "normal"? Sí, yo también me río de eso ahora. Pues bien, si no te lo había contado, te lo digo ahora, a los dieciséis años, caí en la trampa mental de pensar que tener un enamorado era algo que "se suponía" que debía hacer. Como si fuera un requisito para ser una adolescente funcional. Así que, contra mi buen juicio, terminé saliendo con un chico.

Era un chico agradable, de esos que siempre hacen su tarea, ayudan a las maestras a cargar cosas y te ofrecen su suéter cuando hace frío. En resumen, el novio perfecto para cualquier chica que no fuera yo.

Se llamaba... bueno, en realidad no importa cómo se llamaba. Llamémoslo "Melcocho" (Él era tan empalagoso que me dio diabetes emocional). Era el tipo de persona que te escribía poemas que rimaban "amor" con "dolor" y que creía que regalarme un peluche gigante en forma de oso era la cumbre del romanticismo. Yo, por mi parte, lo único que sentía era lástima. Lástima por él, porque era tan patético que hasta daba ternura, y lástima por mí, porque me había metido en esa relación sin saber cómo salir de ella sin parecer cruel. Y lo sabes Félix, yo no soy buena con los sentimientos ajenos. Mi paciencia para el melodrama es tan limitada como mi capacidad para fingir interés en las conversaciones sobre deportes.

Félix, ¿te he dicho que soy alérgica a las cursilerías? Porque lo soy. Es como si cada palabra melosa que salía de su boca fuera un polen tóxico que me llenaba de ganas de gritar: "¡Por favor, deja de mirarme como si fuera una pintura del Renacimiento!"

Todo comenzó un 14 de febrero. Melcocho decidió que era el día perfecto para demostrar su "amor eterno" (léase: su obsesión patética). Me esperó fuera del salón con un ramo de flores tan grande que parecía más un arreglo para un funeral y una tarjeta hecha a mano con corazones que sangraban literalmente (sí, había pintura roja goteando). ¿Y qué hice yo? Me dio tanta lástima lastimarlo que simplemente sonreí y dije "gracias". Pero por dentro, Félix, por dentro estaba planeando mi escape como si fuera una película de acción.

Por supuesto, todos los del grupo y que pasaban estaban mirando. La abeja reina del grupo se derretía de envidia, la maestra ponía cara de "qué lindo" y mis dos únicas dizque amigas me miraban como diciendo: "¿De qué te quejas, ingrata?". Pero Félix, tú me conoces. Yo no sé cómo reaccionar cuando alguien se desvive por mí. Mi instinto natural es correr, cavar un hoyo y desaparecer.

El resto del día fue una tortura. El decidió que era nuestra "fecha especial", así que insistió en cargar mi mochila, abrirme las puertas y caminar tan cerca de mí que prácticamente éramos siameses.

Yo, por dentro, solo pensaba: "Dios mío, ¿en serio?". Pero como no quería lastimarlo (aunque, admitámoslo, un poco sí), me limité a sonreír y decir "gracias" mientras mentalmente seguía planeando mi escape.

Pasaron los días, Melcocho era el tipo de persona que enviaba mensajes de texto cada cinco minutos preguntando si lo extrañabas. ¿Extrañarlo? Félix, apenas podía tolerar su existencia. Pero, como buena persona antisocial que intenta encajar, me dije a mí misma: "Tal vez esto es lo que hace la gente normal. Tal vez si aguanto un poco más, algo hará clic". Pero no hizo clic NUNCA.

Al final, la relación duró menos que un helado en verano. Yo no podía soportar su melcochonería constante, y él, pobrecito, no entendía por qué no me emocionaba que me llamara "mi princesa". Así que, después de dos semanas de agonía, decidí ponerle fin. Fue como liberar a un animal salvaje de una jaula: él lloró, yo respiré aliviada, y el mundo siguió girando.

Y aunque sentí un poco de culpa (solo un poco, porque soy una persona decente, no un monstruo), también sentí un alivio inmenso. Fue como quitarse una cuerda que no sabías que te estaba asfixiando.

Por cierto, en otra ocasión te contaré mi versión sobre mi única relación seria. Una historia llena de giros inesperados, peleas absurdas y un final que me confirmó que el romance no es más que una comedia de enredos escrita por un guionista muy cruel.

Desde entonces, Félix, he decidido que el 14 de febrero es un día para quedarme en casa, comer palomitas y ver películas de terror. Porque, ambos sabemos, el amor es mucho más aterrador que cualquier asesino enmascarado. Y si alguna vez vuelvo a caer en la trampa de intentar ser "normal", espero que me hagas el favor de recordarme lo idiota que fui.

Mientras tanto, cuídate de las enamoradas, los peluches y las canciones cursis. Y si alguien te regala chocolates, asegúrate de que no tengan “sigueme pollito”. Por si acaso.

Con cariño (o lo más cercano que tengo a eso),
Tu amiga antisocial favorita.

Rebeca Jiménez


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