Por El perrochinelo
Pablo iba con el corazón hecho un mazacote en el pecho, agarrando un sobre rosa que olía a vainilla y a desesperación. Era 14 de febrero y había decidido que ese día, por fin, le diría a Paola lo que sentía. Mejor dicho, se lo escupiría con toda su lírica nerviosa de estudiante de Artes, esas palabras que llevaba rumiando desde hacía semanas. Sabía que lo suyo no era normal. Eso de hablar hasta que se le secara la boca y repetir las cosas como disco rayado le había ganado varias huidas femeninas en el pasado. Pero Paola era distinta. Ella sí era "la buena".
O eso creía él.
Paola, mientras tanto, vivía otro día cualquiera. Se había puesto un labial rojo más por compromiso que por ganas, porque en la escuela todos andaban en mood "romanticón" y ella no quería ser la amarga del salón. Le caía bien Pablo, pero hasta ahí. Le daba ternura, sí, pero la misma ternura que dan los perritos que uno ve en la calle y te siguen con la mirada esperando que les des algo de comer.
Y ahí venía él, con esa cara de cachorrito atropellado.
—Hola, Pau. Oye, este… ¿tienes un minuto? —dijo Pablo, ya sudando por la pura presencia de ella.
—Sí, claro —dijo ella, sonriendo con diplomacia, porque todavía no le caía el veinte de lo que se venía.
Pablo siempre había sido así. Desde que entró a la carrera y vio que su lugar en el mundo no era precisamente entre los chidos. No encajaba con los del crew que se aventaban murales bien locos en las paredes de la escuela. Tampoco con los conceptualozos de lentes de pasta que hablaban de "liminalidad" como si les pagaran por decir esa palabra. Él, en cambio, era más de los que se emocionaban por los degradados de colores y por hacer collages.
Pero lo que más le llenaba la cabeza era el amor. Ese amor único, la media naranja, el destino. Siempre se clavaba de más. Como cuando le escribió un poema de ocho páginas a Mariana, y ella lo dejó en visto. O cuando le hizo un fanzine a Gabriela con puras fotos de sus manos, y ella cambió de horario. Cada vez que una le decía que no, él se revolcaba en su miseria, pero no tardaba en encontrar otra víctima de su necesidad.
Esta vez era Paola.
Paola no era que le cayera mal. Le daba risa, a veces hasta ternura, pero había empezado a sentir esa incomodidad que viene cuando alguien te mira como si fueras la protagonista de su película mental.
Y en ese momento, con él parado frente a ella, empezó a sospechar que se venía la escena final de la peli.
—Pau, tú… tú eres especial. No como las demás. O sea, ellas eran chidas, pero tú eres otra cosa. Desde que te vi, sentí que algo cambió. Es que… —Y aquí ya iba Pablo desbocado, con los ojos brillosos—. No sé, contigo siento que no es solo atracción, es más como que… nuestras almas ya se conocían, ¿sabes? Como esas historias antiguas de amores que trascienden vidas. Es que… yo sueño contigo. Y no en plan cochino, o sea, también, pero no así… ¡ay, qué pendejo! O sea… yo solo quiero que sepas que te amo.
Paola abrió los ojos grandes, como si se hubiera mordido la lengua. Intentó sonreír, pero le salió más una mueca.
—Ay, Pablo… qué bonito lo que dices, pero… yo… no te veo así.
Silencio.
Para Pablo, esas palabras fueron como si le hubieran aventado una cubeta de agua helada. Sintió el vacío en el estómago, como cuando te caes en un bache en bici. Pero no lo dejó ver. Bueno, no mucho. Soltó una risita nerviosa.
—Sí… no, claro, jeje… entiendo. Sí… igual podemos seguir siendo amigos, ¿no?
—Claro, Pablo. Me caes muy bien. No quiero que te sientas mal.
Y él sonrió, pero por dentro sentía cómo se le desmoronaba todo su universo cursi. Sabía que le diría eso, lo mismo que todas. Siempre el “me caes muy bien”. El equivalente a que te den un diploma de participación.
Más tarde, Paola se juntó con sus amigas en las quesadillas frente a la escuela. Estaban echando desmadre, burlándose de los osos que otros compañeros habían hecho. Cuando contó lo de Pablo, todas se rieron.
—¿Qué pedo con ese güey? Siempre se clava, ¿no? —dijo Mariana, que también había sido víctima.
—Es que no entiende. No es tan raro, pero da cosita. Como que quiere mucho amor, pero te asfixia —añadió Gaby.
—Le falta que lo manden a la verga más seguido pa’ que aprenda —remató otra.
Paola se rio, pero también sintió tantita culpa. Sabía que Pablo no era mala onda. Solo estaba jodidamente solo.
Pablo llegó a su casa, tiró el sobre rosa en la basura y se sentó en su escritorio. Abrió su cuaderno y empezó a garabatear corazones rotos, ojos llorosos, frases de Sabines. Sintió que se le venía el llanto, pero se aguantó. Ya conocía el proceso. Dolía, pero se pasaba. Y luego vendría otra.
De hecho, ya tenía en la mira a una chica nueva que se había cambiado de turno. Valeria, se llamaba. Tenía el pelo pintado de verde y siempre traía una chamarra de mezclilla con parches. Se veía interesante. Tal vez… tal vez ella sí era la buena.
Sonrió con esa mezcla de esperanza y autoengaño.
Porque así era él. Un Sísifo enamorado que subía su roca de ilusiones una y otra vez, solo para verla rodar cuesta abajo. Pero, por alguna razón, siempre se levantaba. Y en una ciudad como esta, con sus micros atascados, sus tamales oaxaqueños y las eternas filas en todos lados, eso ya era casi un triunfo.
Tal vez un día entendería. Tal vez no.
Pero por ahora, Valeria.
Siempre habría otra Valeria.
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