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La la land. 2016 |
Por Andrea Méndez
Hace poco volví a ver When Harry Met Sally (1989). No sé si fue por el ritmo de los diálogos o la forma en que la cámara captura esos momentos entre Meg Ryan y Billy Crystal donde no pasa nada… pero en realidad pasa todo. Hay algo en las comedias románticas que me genera una especie de nostalgia anticipada, como si cada plano estuviera construido para recordarme que el amor es tan cinematográfico como imposible.
El género ha sido acusado de predecible, idealista o hasta trivial, pero tiene una cualidad que pocos géneros poseen: la capacidad de capturar el anhelo. Y en su mejor versión, la comedia romántica no solo nos vende la ilusión del amor, sino que juega con lo visual y lo psicológico para construir una experiencia que, por un instante, se siente real.
Si pensamos en los clásicos del género, hay un patrón visual recurrente: la construcción del espacio como reflejo emocional. En Notting Hill (1999), las calles de Londres se transforman con el estado de ánimo de Hugh Grant; la ciudad es lluviosa cuando está deprimido y luminosa cuando Julia Roberts reaparece. Algo similar ocurre en La La Land (2016), donde Damien Chazelle convierte Los Ángeles en un escenario de ensueño, con colores saturados y movimientos de cámara que parecen coreografiarse con los sentimientos de los protagonistas.
Este uso de la narrativa visual no es solo estético, sino profundamente psicológico. Como espectadora, no necesito que me expliquen lo que los personajes sienten, porque el encuadre, la luz y el color ya lo han hecho antes. Es una forma de manipulación emocional que el cine ha perfeccionado desde el Hollywood clásico, donde la fotografía en blanco y negro jugaba con las sombras para resaltar la intimidad de un beso furtivo o el dramatismo de un adiós inevitable.
Me fascina cómo el género ha construido, de manera casi inconsciente, nuestras ideas del amor. Las comedias románticas refuerzan la noción de que existe una única persona destinada para nosotros (el famoso Alma gemela), que el amor siempre debe ser extraordinario y que, incluso en los momentos más caóticos, habrá una banda sonora perfecta de fondo.
Lo curioso es que, aunque sepamos que todo esto es una fantasía, seguimos buscando ese tipo de narrativa en la vida real. ¿Cuántas veces no hemos esperado una declaración de amor bajo la lluvia, sin importar que en la vida cotidiana lo más probable es que terminemos empapados y con gripa?
Este género, además, juega con un conflicto fundamental en el psicoanálisis: el miedo a la soledad y el deseo de conexión. La estructura típica de la comedia romántica –encuentro fortuito, tensión romántica, separación momentánea y final feliz– no es muy diferente a la forma en que nuestra psique procesa el amor y el deseo. Hay un ciclo de anhelo, pérdida y redención que nos mantiene emocionalmente comprometidos con la historia.
Si bien la comedia romántica ha tenido épocas doradas (los años treinta con el cine de enredos, los noventa con su optimismo desenfadado), hoy parece estar en una especie de crisis de identidad. El amor en pantalla ya no se ve igual; los diálogos han cambiado, los roles de género han evolucionado y la idea del romance eterno ya no encaja del todo en una época donde las relaciones son más fluidas y complejas.
Películas como 500 Days of Summer (2009) o La La Land (2016) rompen con la estructura tradicional, explorando la melancolía de los amores que no siempre terminan bien. Otras, como Palm Springs (2020), juegan con el tiempo y la repetición para cuestionar la idea del destino en las relaciones. Y luego están las que intentan revivir la fórmula clásica, como Crazy Rich Asians (2018), pero con una mirada más inclusiva y acorde a nuestra era.
Tal vez por eso sigo volviendo a las comedias románticas: no porque crea en su visión del amor, sino porque me gusta cómo me hacen sentir. Hay algo reconfortante en la manera en que el cine captura esos momentos imposibles, esos gestos mínimos que en la vida real nunca parecen tan cinematográficos.
A fin de cuentas, el cine es una forma de soñar, y la comedia romántica es un género que nos permite creer, aunque sea por un par de horas, en un amor que desafía el tiempo, la lógica y la realidad misma. Y eso, en un mundo cada vez más cínico, es un pequeño milagro visual que vale la pena atesorar.
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