Cada día de Erika comenzaba igual, con la alarma rompiendo el silencio oscuro del amanecer. A sus 25 años, había aprendido a vivir con un cansancio que ya no era físico, sino una especie de vacío que habitaba entre las horas. Su departamento, un pequeño espacio rentado en una colonia sin nombre, era más una estación de paso que un hogar. Apenas pasaba tiempo allí: salía cuando el sol apenas se insinuaba en el horizonte y volvía tarde, cuando la noche ya había tomado posesión del cielo.
Su trabajo en una oficina gubernamental era monótono, una rutina gris que apenas justificaba los años de estudio. Las horas se deslizaban entre archivos interminables y fórmulas repetitivas, pero Erika aceptaba su lugar con la resignación de quien no sabe qué más esperar de la vida.
Lo único que rompía esa monotonía era el ritual nocturno. Siempre, antes de llegar a su departamento, se detenía frente a un portón oxidado que daba entrada a un local de reciclaje. El sitio, abandonado durante la noche, cobraba una vida secreta a esas horas. Desde el otro lado del portón, un coro silencioso de ojos brillantes aguardaba su llegada.
Erika llevaba siempre en su pequeña mochila una bolsa de plástico, cuyo crujido rompió el silencio en la calle desierta. Se ponía en cuclillas junto a la banqueta y sacaba un plato amarillo de plástico, que llenaba con croquetas baratas compradas a granel. Por debajo del portón, uno a uno, los gatos comenzaban a aparecer. Había ocho en total, cada uno con su propio ritmo: el negro, siempre primero, mirándola con ojos que parecían escrutar su alma; el gris manchado, que caminaba como si dudara de su propia existencia; el blanco, esquelético, que nunca dejaba de mirar a los lados como si temiera un ataque.
Mientras los gatos comían, Erika los observaba en silencio. No les hablaba ni intentaba tocarlos; sabía que su relación estaba mediada por una distancia que no debía romperse. Ese tiempo, esos minutos viendo a los animales devorar la comida con mezcla de hambre y desconfianza, eran el único momento del día en que Erika sentía que podía respirar. Allí, en medio de la calle vacía, se permitía pensar.
Se preguntaba, a menudo, cómo había llegado a esa vida. Pensaba en su infancia, en la promesa implícita de que estudiar y trabajar le daría algo que ahora no podía siquiera imaginar. Pensaba en su madre, que insistía con las llamadas nocturnas para recordarle que "una mujer sola no tiene futuro". Pensaba en sus compañeras de oficina, atrapadas en conversaciones sobre bodas y bebés, mientras ella se sentía como una figura borrosa en un cuadro que nunca sería terminado.
Pero sobre todo, pensaba en lo que nunca decía: en el vacío que llevaba dentro y que no sabía cómo llenar.
Una noche, después de que los gatos terminaron de comer y desaparecieron bajo el portón, Erika se quedó más tiempo del usual. Algo en el aire frío la retenía, como si la noche misma le pidiera que permaneciera un poco más. Cerró los ojos y se imaginó cruzando el portón, entrando al local de reciclaje y viviendo entre fierros oxidados y montañas de cartón. Se vio a sí misma como un espectro, invisible para el mundo, compartiendo el espacio con los gatos y alejándose de todo lo que la cansaba.
Cuando abrió los ojos, la calle estaba tan silenciosa que podía escuchar su propia respiración. Recogió el plato vacío y junto con la bolsa de plástico los guardó en la mochila. Antes de irse, dejó una pequeña caricia en el portón, un gesto que no sabía si era para los gatos o para sí misma.
Al llegar a su departamento, el silencio la recibió como siempre. Se desvistió lentamente, dejando caer la ropa en el suelo. Al mirar su reflejo en el espejo del baño, se encontró con la mirada de alguien que apenas reconocía.
Esa noche, mientras intentaba dormir, el sonido del crujido de la bolsa y las sombras de los gatos bajo el portón regresaron a su mente. Supo, con una claridad dolorosa, que ese pequeño ritual nocturno era lo único que la mantenía en pie. Los gatos no eran su salvación, pero en su hambre y temor, encontraba un reflejo que le recordaba que aún estaba viva.
Y sin embargo, al cerrar los ojos, supo también que habría otra mañana igual, otra jornada gris, otro portón esperando. Su vida era un ciclo que no sabía cómo romper. Pero hasta entonces, el crujido del plástico y el brillo de ocho pares de ojos serían su ancla en un mundo que parecía disolverse un poco más cada día.
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