Por Terrornauta
En un rincón olvidado de México, donde las luces eléctricas apenas rozan los caminos de terracería, los días se deshilaban entre susurros. El ejido de San Lorenzo había perdido su vitalidad; sus campos parecían cansados, sus animales morían sin explicación. Nadie se atrevía a hablar de ello abiertamente, pero todas las miradas convergían en una casa al borde del monte. Era la de Doña Eulalia, una anciana con la mirada opaca y los labios agrietados que apenas salía al pueblo.
Lorena, de 18 años, había vuelto al ejido tras la muerte repentina de su madre. Había dejado su vida en la ciudad para hacerse cargo de su hermana menor, Sofía, una niña de seis años con ojos grandes y una sonrisa que parecía iluminar las sombras del rancho. Desde el principio, Lorena sintió algo extraño en el aire; un frío seco que se colaba por las rendijas, un silencio nocturno que solo era roto por un lloriqueo animal a lo lejos.
—No dejes que la niña salga después de la puesta del sol —le advirtió Don Mateo, un viejo vecino que pasó a darle el pésame.
—¿Por qué? —preguntó Lorena, desconcertada.
El hombre solo desvió la mirada, como si las palabras mismas fueran una condena.
Esa noche, mientras intentaba conciliar el sueño, Lorena escuchó el murmullo de Sofía en su cuarto. Se levantó para encontrarla junto a la ventana, mirando hacia el monte.
—¿Con quién hablas, Sofi?
—Con la señora que viene a verme —respondió la niña, señalando hacia la oscuridad.
El corazón de Lorena dio un vuelco. Afuera no había nadie, solo el rumor del viento en los árboles.
Con los días, los sueños de Lorena comenzaron a llenarse de imágenes turbias: sombras con ojos rojos flotaban sobre el lecho de Sofía, un gorgoteo húmedo como el de un animal bebiendo sangre resonaba en sus oídos. Durante el día, la niña se quejaba de estar cansada y Lorena notaba marcas pequeñas en su cuello, como mordidas de insectos.
Decidió hablar con Doña Eulalia, buscando respuestas. La anciana la recibió sin sorpresa.
—Es la bruja—dijo, sin rodeos.
Lorena había escuchado de esas historias de niña: mujeres que se transformaban en animales para alimentarse de la sangre de los más pequeños. La idea era absurda, una reliquia de supersticiones.
—Son cuentos —murmuró, más para convencerse a sí misma.
—Cuentos que matan —replicó Eulalia, clavándole los ojos y tu hermana no está bautizada.
Esa noche, Lorena no durmió. Armada con una cruz de ocote y un cuchillo de cocina, se quedó en vela junto a la cama de Sofía. A medianoche, escuchó un aleteo pesado. La ventana tembló como si algo la golpeara. Al mirar, vio una figura que no era humana ni animal: un pájaro enorme, con plumas grises y ojos brillantes como carbones encendidos. El terror la paralizó mientras el ser arañaba el vidrio con sus garras.
Con un grito, Lorena se lanzó hacia la ventana y la cerró de golpe. El ruido despertó a Sofía, quien comenzó a llorar desconsoladamente. Afuera, el aleteo se alejó, pero Lorena sabía que aquello no había terminado.
Al amanecer, se dirigió al monte, siguiendo las pistas de sangre seca y huellas que se transformaban de pezuñas a pies humanos. La llevaron de regreso al ejido, hasta la puerta de Doña Eulalia.
—¿Por qué a mi hermana? —le exigió, sosteniendo el cuchillo tembloroso.
La anciana sonrió, mostrando dientes demasiado afilados.
—Porque es pura, como tú no lo eres. Pero puedes salvarla.
Lorena entendió lo que significaban esas palabras: la única manera de proteger a Sofía era quedarse. Así, el ciclo continuaría, atrapando a otra generación en un pacto que nadie quiso firmar.
Esa misma tarde, empacó lo poco que tenía y se llevó a Sofía, dejando atrás la tierra maldita. Mientras el camión avanzaba hacia la ciudad, sintió que el peso en su pecho disminuía. Pero, justo antes de que la carretera se desvaneciera en la distancia, un aleteo pesado resonó en el aire. No se atrevió a mirar atrás.
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