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LA CRÓNICA DEL DÍA. Las series.

Querido Félix

Te apuesto a que te has estado mordiendo las uñas pensando que hoy no recibirás una de mis famosas cartas cargadas de decepción, pesimismo y vida social inexistente. Pues te has equivocado, querido, porque aquí estoy, de nuevo, dispuesta a develar los misterios de mi vida solitaria y profundamente interesante. Y esta vez, el tema de la carta será: ¿por qué decidí dedicar mi vida a las series de televisión dramáticas? Ah, sí. Como si alguien pudiera encontrar un sentido en ello. Bueno, lo haré por ti, y por la curiosidad morbosa que siempre me demuestras.

No te imagines que esto comenzó como un hobby inocente. No, Félix, lo mío fue un proceso, una transformación. Empecé con algo tan inocente como una serie sobre médicos, lo cual, por cierto, fue una decisión muy inteligente. ¿Qué puede ser mejor para desconectarme de la horrible realidad que mirar a un montón de gente atrapada en crisis emocionales y laborales? Porque, claro, en la vida real todos somos unos infelices que, por suerte o por desgracia, no somos cirujanos superestrellas que pueden salvar vidas mientras luchan con sus propios demonios. ¿Tú te imaginas cómo debe ser eso? ¡Es perfecto!

Luego pasé a las series softporno-pseudo-históricas, esas que intentan representar momentos clave de la humanidad pero siempre se les olvidan cosas mínimas, como el rigor histórico, la lógica o las reglas básicas de la narrativa. Es fascinante ver cómo gente con ropa fuera de contexto y maquillaje se pasea por escenarios y conversaciones que más bien parecen sacadas de un sueño febril, y uno no puede evitar pensar: “¿Por qué no estoy yo ahí, pretendiendo saber algo sobre la Edad Media mientras bebo vino tinto y hago comentarios impertinentes sobre el sufrimiento humano?” Oye, no me juzgues, todo eso me permite desconectarme de un mundo que en lugar de ser medieval, es sencillamente insostenible.

Y después vinieron las series de abogados y policias. Ah, los abogados. Esos seres que viven para gritar en las salas de tribunales como si sus vidas dependieran de ello (y a veces, ¡creo que sí!). Me pasé semanas enteras observando cómo estos profesionales de la ley resuelven casos que en la vida real habrían sido resueltos con una llamada telefónica. Pero no, ¡ellos tienen que llevar todo al límite! Y claro, yo, como buena espectadora, me sentaba en mi sillón (con unas palomitas, claro) y pensaba: "¿Por qué no puedo tener un drama tan épico en mi vida? ¿Por qué nadie me grita en mi trabajo, me arrebata los papeles y me hace llorar frente a mi jefe? ¿Soy tan poco interesante como para no generar estos conflictos?"

Y mientras tanto, en la vida real, mis problemas más grandes son tener que cambiar entre un episodio y otro. No, Félix, no me importa la historia de tu día, ni cómo ese compañero de oficina tan molesto dejó la impresora sin papel otra vez. Lo que importa es cómo el protagonista de una serie de médicos tiene una conversación filosófica de cinco minutos con la enfermera mientras operan a un paciente en estado crítico. ¡Así es como debería ser la vida! Todo debería ser tan dramático, tan tenso, tan falso, como una escena de televisión. Porque la realidad, querido mío, es un caos sin guion, y el caos es aburrido, irrelevante.

Ahora, sé que piensas que soy una persona superficial, que las series no van a salvarme de la desolación emocional de existir. Bueno, sí, probablemente tengas razón. Pero, Félix, ¿quién quiere enfrentarse a la brutalidad de la vida real cuando puedes tener un abogado gritando en tu pantalla sobre la injusticia de una causa perdida mientras, en el fondo, sabes que a nadie le importa realmente? Ese es el lujo de vivir en una fantasía donde los personajes pueden equivocarse constantemente y aún así ser elogiados por su valentía. ¿Tú crees que si me equivoco en una presentación del trabajo la gente me diría: “¡Qué valiente, te equivocaste con un dato y lo arreglaste en tiempo récord!”? No, Félix, eso no ocurre en la vida real. Solo pasa en la televisión, y por eso estoy tan enganchada.

Y lo mejor de todo, claro, es cómo cada episodio está repleto de giros inesperados que me mantienen al borde del sillón, como si mi vida fuera un continuo suspenso. Y no, no me refiero al suspense de mis pagos pendientes, sino a ese tipo de suspenso en el que las personas pueden hacer giros dramáticos mientras llevan vestidos elegantes. Mientras, yo me siento, en mi eterno entrenamiento de observadora social, pensando: "¿Por qué nadie ha hecho una serie sobre la gente que trabaja en oficinas aburridas, con jefes que se creen dictadores pero no saben cómo usar el Excel?" ¡Eso sí que sería un buen show! Ahhhh, cierto ya hay dos versiones de The office y de eso luego te escribiré. 

Pero, Félix, lo más irónico de todo es que ni siquiera me atrapan los plot twists de estas series. No, lo que me atrapa es lo ridículo que resulta que esta gente se vea tan agobiada, tan emocionalmente arruinada mientras tienen el mundo de su lado: trabajo fijo, reconocimiento profesional, casa propia. Mientras tanto, yo sigo sentada en mi monoespacio, viendo cómo las vidas de estos personajes son más complicadas que la mía (aunque yo diría que la mía tiene un nivel de incomodidad y desencanto que ni ellos podrían comprender). ¡Qué afortunados son, de verdad! El drama les pertenece a ellos, no a nosotros, los simples mortales que nos conformamos con sobrevivir entre las reglas de la vida diaria.

Así que aquí estoy, Félix. De nuevo atrapada en el universo televisivo, porque en este pequeño mundo de ficción es donde puedo disfrutar de lo que más me gusta: la desconexión de la humanidad real. Aquí, donde el sufrimiento siempre tiene un propósito, y el aburrimiento nunca tiene cabida. ¿Y sabes qué? Este año, mis historias no son trágicas, sino que las tragedias ya las dejan a los actores que sí tienen contratos. Yo, mientras tanto, me quedo en mi sofá, completamente satisfecha con mis series que me permiten, al menos por unas horas, olvidar el horror del mundo real.

Un abrazo, con mucha menos emoción de la que podría mostrar si estuviera en una serie dramática,
Tu amiga, la espectadora profesional.

Rebeca Jiménez   

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