En las calles de está monstruosa ciudad, entre los puestos de garnachas y los mecánicos que siempre tienen un “mañana te queda”, vivía Rafa, un chamaco de 7 años, flaco como el hambre y con unos ojos bien vivos que se comían el mundo a mordidas. Rafa era el tipo de niño que no se aburría nunca. Si no estaba correteando balones desinflados, estaba en la azotea tratando de pescar palomas con una cuerda y un pan duro.
Un día, mientras su mamá limpiaba la casa, Rafa decidió meterse al cuarto de los tiliches, ese lugar donde se guardaban cosas viejas que nadie usaba, pero que tampoco tiraban porque “nunca sabes cuándo van a servir”. Entre cajas de ropa apolillada y fotos en blanco y negro, algo llamó su atención: un aparato grande, negro y pesado, con teclas que parecían botones de una consola rara.
—¿Qué es esto? —se preguntó Rafa mientras pasaba los dedos por las teclas. No emitía luces, ni pitidos, ni nada. Era una decepción total para un niño acostumbrado a los celulares y las tabletas prestadas del vecinito.
Intentó levantarla, pero pesaba un buen. Parecía más un ladrillo que un juguete. Con esfuerzo, la arrastró hasta la sala, dejando un rastro de polvo en el piso.
—¡Maaaa! ¿Qué es esta cosa? —gritó, emocionado y confuso.
Su mamá, que estaba trapeando, lo vio y dejó escapar una carcajada.
—Ay, hijo, esa es una máquina de escribir. Era de tu abuelita.
—¿Máquina de qué? —repitió Rafa, arrugando la nariz como si le hubieran hablado en otro idioma.
—De escribir, chamaco. Antes no había compus ni celulares, y las letras se hacían con eso.
Rafa la miró con los ojos entrecerrados, dudando.
—¿Y dónde está la pantalla?
—No tiene, menso. Mira, trae papel y te enseño.
Su mamá sacó una hoja vieja, amarillenta, de un cuaderno escolar que estaba a punto de jubilarse. La colocó en la máquina, alineándola con cuidado y girando un rodillo que hizo un sonido crujiente.
—¿Ves esta cinta? Aquí está la tinta. Tú le pegas a las teclas y se marcan las letras en el papel.
—¡N’ombre, má! ¿A poco sí funciona? —dijo Rafa, incrédulo pero con una curiosidad que le brillaba en la cara.
Su mamá presionó una tecla. La máquina hizo un ruido seco, un "clac" que resonó como un eco de otra época, y en el papel apareció una letra A, negra y bien marcada.
Rafa abrió los ojos como platos.
—¡No ma…! ¡Sí escribe!
Se sentó emocionado frente a la máquina y empezó a aporrear las teclas, pero nada salía bien. Las letras se empalmaban, y el papel se chuequeaba.
—¡Espérate! —dijo su mamá, riéndose de su torpeza—. Hay que hacerlo con calma, si no, nomás haces un batidero.
Con paciencia, le mostró cómo funcionaba cada tecla, cómo mover el rodillo y cómo regresar el carro con esa palanca que para Rafa era casi mágica.
—¿Y mi abuela la usaba para qué? —preguntó Rafa mientras intentaba escribir su nombre.
—Tu abuela la usaba para escribir cartas y hasta cuentos. Decía que las palabras tienen poder, que en esa máquina podía inventar mundos y decir cosas que a veces no podía decir en voz alta.
—¿Mundos? ¿Como en las pelis?
—Ándale, algo así.
Esa tarde, Rafa pasó horas jugando con la máquina. Su mamá lo ayudó a corregir sus errores, y poco a poco, las letras dejaron de empalmarse. Empezó escribiendo cosas simples: su nombre, el de su mamá, el de su perro imaginario.
Pero luego, inspirado por las historias que veía en la tele, decidió escribir algo más grande: un cuento. En su cabeza ya tenía la idea. Era la historia de un niño que encontraba un tesoro en un cofre enterrado en la azotea de su edificio. Con cada tecla que presionaba, sentía que estaba descubriendo algo nuevo, como si las palabras fueran llaves que abrían puertas invisibles.
Cuando terminó, corrió emocionado con su mamá para mostrarle su creación.
—¡Mira, má! Es mi cuento.
Ella lo leyó en voz alta, corrigiendo las palabras mal escritas pero sin borrar ni una letra. Al terminar, le sonrió y lo abrazó.
—Está bien chido, hijo. ¿Ves? Te dije que las palabras tienen poder.
Esa vieja máquina de escribir, que había pasado años olvidada entre los tiliches, se convirtió en el tesoro de Rafa. Cada tarde, después de hacer su tarea, se sentaba frente a ella y dejaba que su imaginación volara. Escribía cuentos sobre superhéroes, piratas y hasta sobre su barrio, donde las tortillas hablaban y las combis peleaban con dragones.
Con el tiempo, la máquina dejó de ser un misterio y se convirtió en un puente hacia algo más grande: el poder de contar historias. Aunque seguía siendo un niño del barrio, con los mismos juegos y las mismas travesuras, ahora tenía algo que lo hacía diferente: una manera de transformar su mundo en palabras.
Rafa no sabía si algún día alguien más leería sus cuentos, pero eso no le importaba. Para él, cada historia que escribía era un triunfo, una pequeña victoria en un mundo que a veces podía ser demasiado grande y ruidoso.
Y así, en medio de las calles de su colonia, entre los ruidos de los carros y los gritos de los vendedores, un niño descubrió que el poder de las palabras podía transformar incluso las esquinas más grises en algo lleno de color y vida.
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