Por Rebeca Jiménez
El sol de la tarde se colaba por las persianas, proyectando sombras largas y delgadas sobre el suelo de la habitación. Marta, sentada en el borde de la cama, observaba el mango maduro en su mano. La piel dorada y tersa se antojaba suave, casi viva, pulsante con la promesa de un sabor que evocaba memorias de verano y juventud. El mango estaba allí, como una ofrenda o un reto, su dulzura condensada en una fruta perfecta.
Pero Marta no podía apartar la mirada de su pierna enyesada. La fractura había sido limpia, decían los doctores, pero el dolor era un recordatorio constante de la fragilidad de su cuerpo. Una caída tonta patinando, un mal salto durante el recorrido. Su carrera como actriz, construida con esfuerzo y sacrificios, ahora pendía de un hilo. No era la primera vez que su cuerpo le fallaba, pero esta vez, la herida parecía más profunda, no solo en la carne, sino en el alma.
El mango parecía llamar su atención nuevamente, brillando bajo la luz cálida de la tarde. Marta recordó la primera vez que había probado un mango así, siendo apenas una niña en el campo, con sus padres, antes de que todo cambiara, antes de que las decisiones de otros marcaran su destino. Ahora, con la dulzura del mango al alcance de su mano, Marta sentía que cada mordida sería un recordatorio de las decisiones que la habían llevado hasta aquí, a esta habitación, sola y rota.
Con un suspiro, comenzó a pelar la fruta, dejando que la piel cayera lentamente, descubriendo la carne dorada y jugosa. Cada corte en la fruta era como una incisión en sus recuerdos, una exploración de los deseos y culpas que la habían acompañado a lo largo de los años. Recordó a aquel hombre, su primera pasión verdadera, un amor que la consumió por completo, llevándola a abandonar todo por él, solo para ser dejada, como un juguete roto, en medio de una vida que ya no le pertenecía.
La fractura en su pierna no era más que un reflejo de la fractura en su espíritu. El mango, por otro lado, era la tentación, la posibilidad de redención o condena. Con cada mordida, sentía que saboreaba la dulzura de la vida, pero también la amargura del arrepentimiento. ¿Qué había ganado al seguir sus deseos más profundos? ¿Qué había perdido en el camino?
Marta cerró los ojos, dejando que el jugo del mango se deslizara por su barbilla, sintiendo una mezcla de placer y dolor. Sabía que el pasado no podía deshacerse, que las decisiones tomadas eran irrevocables. Pero en ese momento, mientras terminaba la fruta, comprendió que debía enfrentar las consecuencias de cada acción, de cada deseo oculto que alguna vez había perseguido.
El sol comenzaba a desvanecerse, y con él, la luz en la habitación. Marta limpió el jugo de su boca, miró su pierna herida una vez más y, con una serenidad recién descubierta, decidió que mañana sería un nuevo comienzo. Había aprendido a su costo que el mango, con toda su dulzura, podía dejar un sabor amargo en la boca si no se comprendía la importancia de pensar en las consecuencias.
El pasado no podía cambiarse, pero el futuro aún estaba por escribirse, y Marta, como actriz, sabía que las mejores actuaciones nacen del dolor más profundo.
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