Querido Félix,
¿Recuerdas tus días de adolescente despreocupado, cuando tus preocupaciones se limitaban a qué música escuchar y a qué películas ver en el cine? Bueno, olvídate de eso. Déjame llevarte a un mundo donde las preocupaciones son mucho más… interesantes. Estoy hablando de mi vida en la preparatoria, ese lugar de ensueño que se parece más a un campo de concentración para chicas, donde las monjas son las celadoras y las alumnas, un conjunto de criaturas salidas del averno y bien estereotipadas, que facilmente podrían ser personajes secundarios de una mala serie gringa. Imagínate el horror, querido Félix, y te sugiero poner de tu cosecha a lo que te contaré.
Entrar a esa escuela fue como dar un paso en una película de terror. Al cruzar la puerta, las monjas me miraban como si fuera satanás. Era como si mis jeans rasgados y mis Converse fueran una declaración de guerra. Las monjas, me lanzaban miradas que podrían derretir hielo. No hay nada más aterrador que una monja con una regla en la mano y la intención de "corregir" tu comportamiento. Aparentemente, mostrar un poco de piel o tener un cabello rebelde es suficiente para convertirte en la próxima mala influencia del colegio.
Y luego estaban las compañeras, donde las peores eran las abejas reinas que hacían que “Después de Lucía” pareciera una comedia romántica. Tienes a las líderes del grupo, las que solo sabían hablar de la última colección de ropa y cómo arruinar la vida de cualquier desgraciada que se atreviera a interrumpir su monólogo sobre lo maravillosas que eran. Con sus risitas ensordecedoras y sus miradas despectivas, hacían que las monjas parecieran unas dulces abuelas. Era un lugar donde la competencia por ser la más popular se sentía como una batalla campal en la que yo no quería participar. ¿Por qué competir por un trono que no quería ocupar? Pero claro, eso nunca les detuvo.
En medio de esta locura, yo intentaba mantenerme a flote, navegando entre los pasillos como si fuera una especie de pez fuera del agua, un alienígena en un planeta donde las normas sociales se dictaban como si fueran mandamientos divinos. Un día era la chica rara, y al siguiente, el centro de un chisme que se esparcía más rápido que el fuego. Si no te gustaba la atención, lo mejor era convertirte en un fantasma, lo cual, sinceramente, era mi estado preferido. Así que me dejé llevar, observando cómo las chicas hacían malabares con sus inseguridades, mientras yo solo quería encontrar un rincón para leer mis libros y perderme en otras historias.
Y por supuesto, las monjas. Oh, esas monjas. Tenían esa forma particular de llamarte a “platicar”, como si te estuvieran invitando a una conversación amena, pero en realidad, era más bien una sentencia. "Tienes que ser una buena influencia para tus compañeras", decían. Sí, claro. Como si se pudiera ser una “buena influencia” en un lugar donde la hipocresía era la norma y la amistad era una estrategia para ascender en la escala social del aula. A veces sentía que estaba en una prisión con reglas absurdas, donde ser diferente era un pecado y cada pequeña transgresión era castigada con una mirada de desaprobación que podía perforarte el alma.
Y en medio de todo esto, claro, estaba yo, tratando de entender cómo encajaba en un mundo que se sentía tan ajeno. Me sentía como un pequeño cactus en un jardín lleno de flores, rodeada de chicas que parecían florecer en su propia superficialidad. Recuerdo un día en el que me senté en el patio, con mis audifonoss puestos, sumergida en la música de una banda que parecía hablarme directamente al alma. Por un momento, la bulla se desvaneció y la hipocresía se desmoronó, y pensé: “Este es mi refugio”. Pero, claro, no pasó mucho tiempo antes de que una de las abejas reinas decidiera que era un buen momento para acercarse, y comenzar con su discurso de:
“¿Escuchas eso? ¿Esa música? Es tan… rara”, me dijo con una sonrisa que podía cortar el acero. Como si ser diferente fuera un crimen. “Deberías escuchar algo más... popular”. Popular, claro, como si eso significara algo en un lugar donde el verdadero valor se medía por la cantidad de productos de belleza que poseías y la capacidad de ser la más graciosa en un grupo que no valoraba la autenticidad.
Las comparaciones eran constantes. Si no tenía el maquillaje de la última moda o no vestía la ropa adecuada, me consideraban “rara”. Pero no te preocupes, Félix, en mi mente ya estoy haciendo planes para convertirme en una especie de supervillana. Imagínalo: yo, vestida de negro, con una capa, desatando el caos en la vida de mis excompañeras. Preguntándoles qué ha salido mal en sus vidas. Tal vez debería recordarles sus listas de “cosas que quiero hacer antes de cumplir 30” y que definitivamente están muy lejos de haberlo logrado.
Pero, en el fondo, todo esto me enseñó algo importante: vivir con autenticidad es un acto de valentía en un mundo que premia la conformidad. Mientras mis compañeras luchaban por ser las más “cool”, yo aprendía a encontrar mi voz, aunque a veces esa voz sonara como un susurro ahogado. Aprendí que la verdadera fuerza no radica en ser popular, sino en abrazar lo que te hace diferente.
Y así, querido Félix, sobrevivo a la adolescencia en esa prisión, a veces con una sonrisa y otras con un rodillo para amasar pan, listo para acabar con el drama. Porque, después de todo, la vida es demasiado corta para no disfrutar de cada momento de caos. Así que sigo adelante, un pie en la realidad y otro en la fantasía, con la esperanza de que, algún día, este campo de concentración llamado mundo se convierta en un verdadero hogar para las almas libres.
Con sarcasmo y un toque de ironía,
Tu amiga que sobrevive a la locura.
Rebeca Jiménez
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