Querido Félix
A veces me pregunto si la vida no es más que una colección interminable de obstáculos con forma humana. Ya sabes a lo que me refiero. No estoy hablando de los que literalmente obstruyen el paso, esos que parecen incapaces de entender que sus cuerpos pueden ser desplazados de la entrada del metro, o de los conductores que creen que estacionarse en doble fila es un acto revolucionario. No, Félix, esos son solo la punta del iceberg de la verdadera plaga: la gente que estorba, no con su presencia física, sino con su mera existencia.
Déjame contarte, porque últimamente en esas horas muertas en la oficina he estado pensando sobre los estorbos de la vida, esos personajes que parecen haber nacido con el único propósito de impedir que los demás avanzemos. Me imagino que Dios, en su infinita sabiduría, decidió darle a algunas personas una misión muy clara: ser un grano en el trasero de la humanidad. ¿Quién más podría concebir a los burócratas, esos seres que se alimentan del papeleo y prosperan en el caos administrativo? En las oficinas de gobierno, Félix, la burocracia es un arte oscuro que solo los más malignos dominan. Se ocultan detrás de ventanillas con cara de hastío, susurrando entre ellos como si supieran algún secreto que tú jamás entenderás. Y allí estás tú, con tus formularios llenos hasta la última línea, solo para que te digan que “falta una firma” o que “vuelva mañana”. Es un juego macabro de obstrucción, un arte que solo aquellos que verdaderamente odian a la humanidad pueden disfrutar.
Luego están los estorbos en el ámbito académico. Oh, Félix, no me hagas hablar de los profesores y compañeros de clase cuyo único propósito parece ser ralentizar tu avance. ¿Recuerdas a tu “amigo” el profesor de Filosofía que pasaba horas discutiendo si la silla en la que te sentabas realmente existía? Años después, sigo pensando que su verdadera misión era evitar que cualquiera de nosotros llegara a entender algo útil. Y los compañeros de equipo en los trabajos grupales... Esos son un caso aparte. El tipo que nunca aparece, pero exige que su nombre esté en la portada; la chica que sugiere cambiar todo el proyecto un día antes de la entrega porque “tuvo una mejor idea”. Son como arena en los engranajes, y sin embargo, siempre están ahí, cumpliendo su papel con una dedicación envidiable.
Pero, Félix, los estorbos no se limitan a las esferas profesionales o académicas. Están en todas partes, incluso en nuestras vidas personales. Padres que te dicen que "es por tu bien" mientras te atan con expectativas imposibles; parejas que prometen apoyarte, pero terminan siendo un peso muerto, un ancla que te hunde en lugar de elevarte. ¿Y qué hay de los hijos? Esa fantasía de "serás libre cuando crezcan" es solo eso, una fantasía. Porque incluso cuando crecemos, seguimos estorbando, pero ahora lo hacemos con la necesidad de ser adultos funcionales (como si supieramos lo que eso significa).
Lo peor de todo es que estos estorbos no solo son conscientes de su poder, sino que parecen disfrutarlo. Como el compañero de trabajo que sabe que su incompetencia significa más trabajo para ti y lo usa como un arma. O el amigo que, con toda la intención del mundo, te invita a salir justo cuando sabe que tienes planes importantes, solo para verte cancelar todo y ceder a su chantaje emocional. Es un placer sádico, Félix, un juego en el que no puedes ganar porque ellos controlan las reglas.
A veces pienso que el verdadero propósito de los estorbos es enseñarnos paciencia. Pero luego me doy cuenta de que no, no es eso. Es solo una prueba cruel de resistencia, un maratón en el que los obstáculos son humanos y no se mueven a menos que los empujes (y aun así, algunos son demasiado pesados para moverlos). Y lo peor es que, incluso cuando logras sortear a uno, siempre hay otro esperando más adelante, listo para tomar su lugar.
Y claro, no puedo dejar de lado a los estorbos existenciales, esos que no necesitan estar presentes físicamente para joderte la vida. Estoy hablando de los recuerdos, las expectativas y las promesas incumplidas. Esas ideas que, en lugar de ayudarte a avanzar, te frenan, te retienen como una maldición. Porque, Félix, a veces el mayor estorbo en la vida de uno es uno mismo, con nuestras dudas y miedos, con esa maldita vocecita interna que nos dice que no somos lo suficientemente buenos, lo suficientemente rápidos, lo suficientemente… todo.
Entonces, Félix, ¿qué hacemos con todos estos estorbos? Una parte de mí piensa que deberían ser multados, exiliados, arrojados a los leones en un coliseo moderno. Pero luego, la otra parte de mí, la que ha sido moldeada por años de cinismo, me dice que eso es lo que ellos quieren. Que al final, el verdadero arte está en aprender a sortearlos, a reírte de ellos mientras avanzas a paso firme, sabiendo que, aunque intenten frenarte, no pueden detenerte por completo.
Así que aquí me tienes, sorteando estorbos y escribiéndote sobre ellos, porque si no puedo librarme de ellos, al menos puedo hacerlos protagonistas de mis cartas. Porque, al final del día, Félix, los estorbos son solo eso: obstáculos en el camino. Y yo, aunque a veces lo dude, soy bastante buena en esquivar.
Con el cinismo de siempre y la esperanza de que tú también estés esquivando los tuyos,
Tu eterna misántropa en entrenamiento.
Rebeca Jiménez
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