Por Terrornauta
En las décadas ominosas de los ochenta y noventa, la pantalla grande se convirtió en un portal hacia el inframundo, donde las leyendas y mitos mexicanos se entretejían con las pesadillas más oscuras de la mente humana. En este paseo por el reino de lo siniestro, se despliegan las cintas que, en susurros inquietantes, se han ganado un lugar en la galería del horror mexicano, obviando por completo la sombra de Cronos, la cual ya ha sido iluminada en la anterior crónica.
Entre las sombras de la cinematografía mexicana de terror, se alza "Veneno para las Hadas" (1984), dirigida por Carlos Enrique Taboada. Esta pieza maestra, que se desliza sigilosa entre la fantasía y el horror, nos sumerge en el sutil veneno de la niñez corrompida. La trama se desenvuelve en la relación de aparente amistad de dos niñas, donde la inocencia se desvanece en el oscuro abismo de la hechicería infantil. El director, como un arquitecto del miedo, teje una trama donde la imaginación y la realidad se funden en una pesadilla contagiosa, desatando el lado oscuro de la infancia. Taboada, nos invita a explorar los rincones más sombríos de la psique humana, donde los niños, a menudo considerados portadores de luz, se transforman en heraldos de la oscuridad.
Otro monumento del horror mexicano de la época es "Más negro que la noche" (1975), dirigida por Carlos Enrique Taboada. Aunque su estreno se sitúa un poco antes del periodo en cuestión, su influencia perdura y se inscribe de manera ineludible en el álbum del terror mexicano. La película nos sumerge en la atmósfera claustrofóbica de una mansión habitada por el espíritu vengativo de su antigua dueña. La decadencia de la aristocracia mexicana se entrelaza con lo sobrenatural, creando una sinfonía de horror gótico que resuena en la médula de los espectadores. Taboada, como un alquimista del miedo, destila el terror desde los rincones más oscuros de la historia mexicana, tejiendo una narrativa donde el pasado y el presente convergen en un torbellino de pesadillas inmortales.
En la danza macabra de las películas de terror mexicanas, "Cementerio del terror" (1985), dirigida por Rubén Galindo Jr., emerge como un espectro desgarrador que se aferra a la tradición del horror sobrenatural. La trama, que se desenvuelve en un cementerio olvidado, desentierra viejos miedos para teñirlos con la paleta del terror gótico. Galindo Jr., como un sepulturero del cine, exhuma la imaginería del folclore mexicano, infundiendo nueva vida a viejas historias. Los monstruos que acechan entre las tumbas encienden la llama del miedo ancestral, llevando al espectador a un viaje a través de las sombras de la mitología mexicana, donde la línea entre lo real y lo sobrenatural se desvanece en la oscuridad eterna.
En el ocaso de las terroríficas décadas de los noventa, emerge una joya olvidada que destila la esencia misma de lo sobrenatural: "Sobrenatural" (1996), dirigida por Daniel Gruener. Esta película, como un eco fantasmal, nos transporta a un universo donde lo inexplicable y lo aterrador convergen en una danza macabra. Gruener, como un arquitecto del horror, construye una atmósfera cargada de tensión y misterio, desafiando las barreras entre la realidad y el más allá. Con su estética sombría y su narrativa intrigante, "Sobrenatural" se erige como una elegía a la obscuridad, recordándonos que, en la penumbra de lo desconocido, yace el terror más profundo y etéreo.
El cine de terror mexicano de las décadas de los ochenta y noventa, a pesar de haber sido eclipsado en ocasiones por otras producciones más reconocidas, ha dejado una huella clara y profunda en muchos de los fanáticos del terror.
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