Una cosa es la palabra obediente y otra la obediencia a las palabras.
La palabra sólo puede exigir ser obedecida haciéndose autoritaria, palabra autoritaria, mientras que la palabra obediente consiste precisamente en renunciar a la autoridad. A una autoridad que la palabra tiene, obviamente; de otro modo no tendría sentido renunciar a ella.
Sin duda sólo la palabra puede conferir la autoridad. Autorizar a alguien es un acto de lenguaje y desautorizarlo también. Pero la palabra como palabra no puede exigir ser obedecida. Es ése que ha sido autorizado por la palabra el que puede exigir obediencia, y la exige de nuevo a través de la palabra. (Lo que suele llamarse «desobediencia civil» se produce en el intervalo de ese vaivén.)
La autoridad de la palabra como palabra se funda, se autoriza, en su obediencia: en su apego a la verdad —o en un enunciado más general y vacío, en su fidelidad al sentido.
En esa perspectiva, la palabra parece confinar con dos polos que la rebasan pero a la vez dependen de ella: por un lado la verdad, o la fundación del sentido en general; por otro lado el poder o la institución como tal (la institución de las instituciones).
En un sentido, tanto el poder como la verdad están “más allá de las palabras”. Justamente es en ese sentido en el que hay relación posible entre el poder y la verdad.
Pero en otro sentido (o en otro nivel), las dos cosas dependen absolutamente de la palabra. Los animales no conocen ni la verdad ni el poder. La palabra tiene que obedecer a una verdad que sin embargo sólo aparece en la palabra misma, sólo “existe” como lenguaje; y tiene que defenderse de un poder que sin embargo sólo de ella recibe su autoridad.
¿Por qué defenderse? Porque el poder se constituye apoderándose de la autoridad que la palabra le confiere, y ese apoderamiento cierra un círculo que vuelve a un estado anterior al sentido.
En el mundo humano, el sentido es un comienzo absoluto —no temporal, por supuesto, sino absoluto en el sentido de que está siempre ya empezado y no existe un punto inicial. “Antes” de eso (es decir fuera) no hay más que fuerza caótica, que en el mundo del sentido aparece como violencia caótica. El poder no puede apropiarse la autoridad de la palabra sin un recurso a la violencia caótica. O sea desligándola —desarraigándola— de su raíz en la verdad y en el sentido. El paso de lo mandato al poder —del contrato de razón a la Razón de Estado— es el paso de la verdad a la fuerza, del sentido a la violencia. Este salto es sin sentido.
¿Cómo se produce la articulación del mandato con el poder? El mandato es la delegación de mi poder de decisión. Aunque haya fuerza, violencia o engaño en mi acto de delegar, de todos modos es un acto de la voluntad: es mi voluntad la que es forzada, violentada o engañada, pero sigue siendo ella la que actúa: aunque me amenacen o me mientan, tienen que lograr que salga de mí la palabra que delega.
Pero una vez que he delegado mi poder de decisión, la persona o el grupo o la institución en que lo he delegado me “representa”. Esa representación no es como la de los fenómenos de significación. Lo que he delegado lo he perdido. En las llamadas democracias, lo recobro periódicamente aunque sólo fugazmente y para volverlo a perder, o sea sólo para votar. Mientras esté perdido, no es recuperable salvo por violencia. Pero si la delegación es un acto voluntario, o sea subjetivo, la representación es un hecho objetivo. No soy representado, sino que estoy representado por mi representante.
En la representación significativa hay también un plano, un momento, en que la representación es objetiva: es la famosa arbitrariedad del signo. Yo no puedo decidir personalmente que mesa signifique “mesa” ni puedo decidir que no lo signifique. El conjunto de los hablantes puede cambiar en el tiempo esa relación, pero si la cambia deliberadamente, eso sería una lengua artificial, una jerga o nomenclatura o lenguaje técnico, no una lengua “natural”. En las lenguas naturales los cambios se producen involuntaria e inconscientemente, o sea arbitrariamente también.
Pero en las lenguas, estas condiciones describen el signo arbitrario, o en términos de Saussure, el signo inmotivado. Sin embargo casi todo el mundo está de acuerdo en que los signos inmotivados, en las lenguas reales, son un caso-límite, y en que las lenguas se sustentan en realidad en la motivación de los signos, o sea que en última instancia todo en la lengua es metafórico.
En el poder en cambio nada es metafórico. Cuando un gobierno aplica el poder de decisión que le hemos delegado para dictar una ley que será obligatoria incluso para los que votaron por otro gobierno, esa obligación no es nada metafórica, sino terriblemente literal. Va necesariamente acompañada de castigos, cosa inimaginable en las aplicaciones de la lengua, o de la significación en general, incluyendo la moral: una regla ligada a castigos no es una regla moral, sino política. Mientras que el castigo es consubstancial al poder.
La palabra sólo puede exigir ser obedecida haciéndose autoritaria, palabra autoritaria, mientras que la palabra obediente consiste precisamente en renunciar a la autoridad. A una autoridad que la palabra tiene, obviamente; de otro modo no tendría sentido renunciar a ella.
Sin duda sólo la palabra puede conferir la autoridad. Autorizar a alguien es un acto de lenguaje y desautorizarlo también. Pero la palabra como palabra no puede exigir ser obedecida. Es ése que ha sido autorizado por la palabra el que puede exigir obediencia, y la exige de nuevo a través de la palabra. (Lo que suele llamarse «desobediencia civil» se produce en el intervalo de ese vaivén.)
La autoridad de la palabra como palabra se funda, se autoriza, en su obediencia: en su apego a la verdad —o en un enunciado más general y vacío, en su fidelidad al sentido.
En esa perspectiva, la palabra parece confinar con dos polos que la rebasan pero a la vez dependen de ella: por un lado la verdad, o la fundación del sentido en general; por otro lado el poder o la institución como tal (la institución de las instituciones).
En un sentido, tanto el poder como la verdad están “más allá de las palabras”. Justamente es en ese sentido en el que hay relación posible entre el poder y la verdad.
Pero en otro sentido (o en otro nivel), las dos cosas dependen absolutamente de la palabra. Los animales no conocen ni la verdad ni el poder. La palabra tiene que obedecer a una verdad que sin embargo sólo aparece en la palabra misma, sólo “existe” como lenguaje; y tiene que defenderse de un poder que sin embargo sólo de ella recibe su autoridad.
¿Por qué defenderse? Porque el poder se constituye apoderándose de la autoridad que la palabra le confiere, y ese apoderamiento cierra un círculo que vuelve a un estado anterior al sentido.
En el mundo humano, el sentido es un comienzo absoluto —no temporal, por supuesto, sino absoluto en el sentido de que está siempre ya empezado y no existe un punto inicial. “Antes” de eso (es decir fuera) no hay más que fuerza caótica, que en el mundo del sentido aparece como violencia caótica. El poder no puede apropiarse la autoridad de la palabra sin un recurso a la violencia caótica. O sea desligándola —desarraigándola— de su raíz en la verdad y en el sentido. El paso de lo mandato al poder —del contrato de razón a la Razón de Estado— es el paso de la verdad a la fuerza, del sentido a la violencia. Este salto es sin sentido.
¿Cómo se produce la articulación del mandato con el poder? El mandato es la delegación de mi poder de decisión. Aunque haya fuerza, violencia o engaño en mi acto de delegar, de todos modos es un acto de la voluntad: es mi voluntad la que es forzada, violentada o engañada, pero sigue siendo ella la que actúa: aunque me amenacen o me mientan, tienen que lograr que salga de mí la palabra que delega.
Pero una vez que he delegado mi poder de decisión, la persona o el grupo o la institución en que lo he delegado me “representa”. Esa representación no es como la de los fenómenos de significación. Lo que he delegado lo he perdido. En las llamadas democracias, lo recobro periódicamente aunque sólo fugazmente y para volverlo a perder, o sea sólo para votar. Mientras esté perdido, no es recuperable salvo por violencia. Pero si la delegación es un acto voluntario, o sea subjetivo, la representación es un hecho objetivo. No soy representado, sino que estoy representado por mi representante.
En la representación significativa hay también un plano, un momento, en que la representación es objetiva: es la famosa arbitrariedad del signo. Yo no puedo decidir personalmente que mesa signifique “mesa” ni puedo decidir que no lo signifique. El conjunto de los hablantes puede cambiar en el tiempo esa relación, pero si la cambia deliberadamente, eso sería una lengua artificial, una jerga o nomenclatura o lenguaje técnico, no una lengua “natural”. En las lenguas naturales los cambios se producen involuntaria e inconscientemente, o sea arbitrariamente también.
Pero en las lenguas, estas condiciones describen el signo arbitrario, o en términos de Saussure, el signo inmotivado. Sin embargo casi todo el mundo está de acuerdo en que los signos inmotivados, en las lenguas reales, son un caso-límite, y en que las lenguas se sustentan en realidad en la motivación de los signos, o sea que en última instancia todo en la lengua es metafórico.
En el poder en cambio nada es metafórico. Cuando un gobierno aplica el poder de decisión que le hemos delegado para dictar una ley que será obligatoria incluso para los que votaron por otro gobierno, esa obligación no es nada metafórica, sino terriblemente literal. Va necesariamente acompañada de castigos, cosa inimaginable en las aplicaciones de la lengua, o de la significación en general, incluyendo la moral: una regla ligada a castigos no es una regla moral, sino política. Mientras que el castigo es consubstancial al poder.
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