Había una vez un líder sindical llamado Rigoberto, aunque todos le decían "Don Rigo" por respeto, o más bien, por miedo. Desde hacía tres décadas, Don Rigo era el amo y señor de su gremio. Había logrado perpetuarse en el cargo con un discurso incendiario sobre "la lucha obrera" que desaparecía mágicamente cuando se sentaba a negociar contratos colectivos en restaurantes de lujo.
Los agremiados sabían que de cada peso que él decía invertir en sus derechos, cincuenta centavos iban a su bolsa, otros veinte al partido político que lo apadrinaba, y el resto a construir su modesta colección de relojes suizos. Pero a Don Rigo no le preocupaban las críticas; "es parte del juego", decía mientras brindaba con coñac importado.
Un día, mientras revisaba su oficina, encontró un libro olvidado entre los regalos de cumpleaños que le hacían llegar sus aduladores. Era el Tao Te King de Lao-Tsé. Al principio pensó que era un libro sobre erotismo oriental, pero tras leer las primeras líneas, algo hizo clic en su mente.
"El sabio lidera dejando que otros sean libres."
Don Rigo soltó un bufido. "¡Qué tonterías! Si dejo que estos gandules sean libres, me quitan el puesto."
Sin embargo, el libro comenzó a obsesionarlo. Leyó sobre la idea del "wu wei" o acción sin esfuerzo, y decidió que aplicarlo sería la clave para mantener su poder sin desgaste. "¿Por qué esforzarme manipulando elecciones sindicales si puedo hacer que ellos mismos pidan mi reelección? El Tao es brillante."
Al día siguiente, convocó una reunión extraordinaria. Frente a los delegados, proclamó:
—Compañeros, he descubierto el camino del equilibrio. De ahora en adelante, mi liderazgo será como el agua: suave, pero imparable.
Los delegados se miraron perplejos mientras Don Rigo sonreía, convencido de que estaba en otro nivel de conciencia. Intentó aplicar las enseñanzas del Tao en su vida diaria:
Cuando los trabajadores pidieron aumento de sueldo, les respondió que "el verdadero valor está en desprenderse del deseo".
Cuando los miembros del sindicato exigieron elecciones transparentes, les citó: "El líder que no lidera es el más grande de todos".
Y cuando alguien se atrevió a preguntarle por qué el sindicato seguía pagando la hipoteca de su mansión, dijo: "El Tao no juzga, fluye".
Los agremiados comenzaron a hartarse. ¿Qué era esa charlatanería mística? Peor aún, ¿cómo se atrevía a darles sermones sobre el desapego mientras seguía usando un reloj que costaba más que un año de sus salarios?
El punto de quiebre llegó cuando, en un intento por "renunciar al control", Don Rigo dejó de pagar las cuotas del sindicato al seguro social obrero porque “la verdadera sanación proviene del equilibrio interno”. Una multitud enardecida irrumpió en su oficina con pancartas y gritos.
—¡Ya basta, Don Rigo! ¡Deje de filosofar y haga su trabajo!
Don Rigo, acorralado, buscó refugio tras su escritorio. Con el Tao Te King en la mano, gritó:
—¡Ingratos! Lao-Tsé dice que el caos es el inicio del orden. Esto es solo parte del proceso espiritual.
Pero los trabajadores, ajenos al Tao y al caos, lo arrastraron fuera de su oficina con el mismo respeto que él había mostrado hacia ellos durante años: ninguno.
Moraleja:
Cuando un cínico busca en la sabiduría antigua una excusa para sus abusos, no alcanza la iluminación, solo confirma que incluso el Tao puede hartarse.
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