Por El Perrochinelo
Era un martes cualquiera en la colonia, uno de esos días medio grises que parecían extenderse sin fin. Diana salía de su chamba en la estética donde cortaba el cabello a los mismos vecinos de siempre, ya conocía las historias de cada uno de ellos. Le gustaba, sí, aunque a veces la hartaba, porque en esa rutina no había espacio pa' más. Por eso, cuando llegó a su casa, encontró un cambio tan inesperado como desagradable: un hombre, viejo y desgreñado, esperaba afuera, recargado en la pared como si fuera su dueño.
El tipo, flaco y arrugado, tenía los ojos de un perro abandonado, de esos que miran buscando una pizca de lástima. Diana lo reconoció de inmediato. Era Jorge. Ese Jorge, el mismo que hace quince años había abandonado a su madre y a ella de cinco años y, según el chisme que le había contado su abuela, había huido con otra sin mirar atrás, sin pena ni vergüenza. Ese era el señor que ahora tenía la cara de venirse a parar en su casa, esperando, Dios sabe qué.
—¿Tú eres Diana? —preguntó él, como si hiciera falta confirmación.
—¿Y tú quién eres pa’ preguntar? —respondió ella, cruzándose de brazos, en una pose tan defensiva que él notó la pared invisible entre los dos.
—Soy tu papá, Diana —dijo él, con una voz que pretendía sonar tranquila pero que, al final, sonaba más a súplica.
Diana soltó una risa seca. Papá, ¿ese? A duras penas había oído esa palabra. Aquel sujeto había tenido los huevos de plantarse frente a ella, quince años tarde, y salir con esas. Ella sentía que cada palabra que él dijera iba a hacer que su paciencia, delgada como hilo, se rompiera.
—Tú no eres mi nada, Jorge —contestó, su tono no era frío, era puro desdén—. ¿Qué haces aquí?
El hombre la miró, abrumado por la pregunta y sin saber por dónde empezar. Tosió varias veces antes de responder, como si sus pulmones estuvieran hartos de un cuerpo que no daba más. En sus ojos había una mezcla de ruego y miedo, esa mirada que solo tienen los que saben que les queda poco tiempo.
—Estoy enfermo, hija —dijo, con un dejo de dolor que no era ni remotamente capaz de esconder—. Me vine a ver si... bueno, si me puedes echar una mano.
Diana sintió el impulso de largarse, dejarlo ahí parado como a un perro flaco en la puerta de una casa. Y, sin embargo, le dio curiosidad saber qué tan cínico podía ser. Él la miraba, como si esperara que en algún rincón de ella quedara algo de compasión, pero Diana ya había tenido que enterrarla cuando era niña. No quedaba espacio para ese tipo de tonterías en ella.
—¿Quieres que te cuide? —le soltó, incrédula y con algo de burla—. O sea, tú te fuiste hace ¡quince años!, dejando a mi mamá y a mi solas, y ahora vienes aquí, ¿qué? ¿A pedir ayuda?
Jorge asintió, incapaz de sostener la mirada. La culpa se le notaba en los ojos, pero el egoísmo también. Era de esos hombres que nunca terminaban de entender cómo hacer las cosas bien, y mucho menos cuándo era el momento de asumir lo que habían hecho.
—Sé que me equivoqué, mija. La neta, sí, me fui. Pero pensé… bueno, pensé que eras mi hija y que eso… que ibas a entender, que es tu deber, ¿no?
Diana sintió que le hervía la sangre. Era como si cada palabra que él pronunciaba fuera una cuchillada en su paciencia, en su vida entera. Pero respiró hondo, porque ya había superado tanto como para que ese pobre intento de padre se lo echara a perder.
—¿Mi deber? —repitió, en un tono seco—. ¿Y tú qué hiciste por mí, eh? ¿Dónde estabas cuando mi mamá trabajaba dos turnos en la fonda pa’ sacarme adelante? ¿Dónde estabas cuando tenía que escuchar a mis compas en la escuela burlándose de que yo no tenía papá? —Se le cortaba la voz, pero no por tristeza, sino por la rabia contenida—. Tú, mi deber… ni me conoces. ¿Cómo te atreves?
Jorge bajó la cabeza, pero insistía, como si realmente creyera en su derecho a exigirle algo. Se veía débil, patético, un hombre que había dejado pasar todas sus oportunidades y ahora venía a pedirle a la vida lo que no merecía.
—Tienes razón, Diana, y sé que te fallé —admitió, tratando de verse honesto—. Pero todos cometemos errores, ¿no? Uno cambia…
Ella soltó otra carcajada. No había ni un gramo de ternura en su mirada, solo el reflejo de una vida de abandono y fortaleza. Había aprendido a sobrevivir sin él, y no iba a dejar que este encuentro le hiciera retroceder.
—¿Cambiaste? ¿Qué cambiaste, Jorge? Yo crecí sin ti. Crecí sabiendo que para ti fui… nada, ni siquiera una responsabilidad. ¿Tienes idea de lo que es no tener a nadie que te enseñe a defenderte? Pues ya lo aprendí sola, ¿y ahora vienes a pedirme que te cuide? No me vengas con mamadas.
Él no respondió. No tenía con qué defenderse. Era cierto, había sido cobarde, y ahora estaba ahí, enfrentándose a la realidad que él mismo había creado: una hija que no le debía nada.
—¿Qué esperabas? ¿Que te recibiera con los brazos abiertos? —le soltó ella, sin freno alguno—. Yo te perdoné hace años, no por ti, sino por mí. Para seguir mi vida. Pero no vine al mundo a hacerte sentir bien, ni a cuidar a un hombre que se largó como un cobarde. Ahora me toca vivir, ¿y tú? Tú haz lo mismo, no te metas en mi vida.
Jorge levantó la mirada, abrumado. Aquella mujer había crecido fuerte, mucho más de lo que él había imaginado. No había odio en sus palabras, solo una fría indiferencia, una indiferencia que dolía más que cualquier grito o reclamo.
—Está bien, Diana. Ya… ya me voy —dijo con la voz rota, derrotado—. Perdóname… nomás quería…
—Ya deja eso —lo interrumpió ella, firme—. No quiero ni tus disculpas ni tus explicaciones. Yo me hice a la idea de vivir sin ti desde hace mucho. Cuídate tu solo, como lo has hecho siempre.
Diana le dio la espalda y entro, dejándolo ahí, en la entrada de su casa, como un perro sin dueño. Mientras entraba, cerrando la puerta tras de sí, sintió una paz que no había experimentado en años. Había enfrentado al fantasma que la había atormentado y, aunque había sido doloroso, al final, él no era nada.
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