La noche caía sobre el Centro de la ciudad como un manto de luces rotas y murmullos de paso. La Navidad era un exceso de esferas y luces colgadas en las fachadas de los edificios, de vendedores que anunciaban ponche tibio y puestos de buñuelos que olían a azúcar quemada. Pero para Diana y el Flaco, la Navidad era otra cosa: un pedazo de calle para ellos solos, un espacio entre el caos donde podían imaginar que el mundo no estaba tan jodido.
Diana se apretaba la chamarra sobre los hombros mientras pateaba una botella vacía que alguna familia había dejado en la banqueta. El Flaco iba un paso adelante, cargando la mochila donde guardaban todo lo que tenían: un par de cobijas, un monito de peluche sin un ojo que Diana se había encontrado hace años, y una bolsa con un par de mandarinas que habían "rescatado" de un mercado.
—¿Qué? ¿Te friolaste? —preguntó el Flaco, volteando hacia ella con una sonrisa torcida.
—Nel, es nomás que el aire pega chido —respondió Diana, aunque el frío le calaba hasta los huesos. Pero no iba a decirlo; si algo había aprendido en la calle era que admitir que tenías frío o hambre era como abrirle la puerta al dolor para que se quedara a dormir contigo.
El Flaco se detuvo frente a un puesto donde una señora despachaba tamales. Sus manos estaban metidas en el bote, ágiles y fuertes, pero los ojos no dejaban de vigilar a los dos adolescentes que estaban demasiado cerca de su mercancía.
—¿Qué onda? ¿Uno de rajas? —preguntó el Flaco con descaro, pero sin hacer intención de sacar dinero.
La señora lo miró con desconfianza, y Diana sintió que era el momento de intervenir.
—Nel, vámonos —dijo, jalándolo del brazo.
El Flaco soltó una risa bajita y la siguió, dejando atrás el olor a tamal recién cocido.
Caminaron hasta el zócalo, donde las familias se tomaban fotos frente a un árbol gigante que parecía hecho de luces. Diana se dejó caer en el suelo y encendió un cigarro que se había encontrado a medio fumar en el suelo. El Flaco se sentó a su lado, sacó una de las mandarinas y empezó a pelarla con sus uñas largas y sucias.
—¿Tú crees en esa madre del Niño Dios? —preguntó de repente.
Diana lo miró, soltando el humo despacito, como si la pregunta le hubiera dado risa.
—Pues no sé. A lo mejor. ¿Tú?
El Flaco se encogió de hombros y lanzó un pedazo de cáscara al piso.
—A veces pienso que sí, pero luego veo todo este desmadre y digo: Nel, ni de pedo. ¿Qué clase de Dios deja que uno pase frío en Navidad?
Diana se quedó callada, mirando las luces del árbol gigante. No sabía qué responder. Había crecido escuchando historias de milagros y santos que hacían cosas imposibles, pero la calle le había enseñado que los milagros eran para los que tenían feria o suerte, y ellos no tenían ni una ni otra.
—¿Sabes qué estaría chido? —dijo el Flaco después de un rato—. Que este pinche árbol fuera de verdad, y que tuviera un chingo de regalos abajo. No para mí, nomás para verte a ti abrir uno.
Diana sonrió, aunque le dolió un poco en el pecho. Era raro que el Flaco dijera algo así, pero cuando lo hacía, le hacía sentir que, a pesar de todo, no estaban solos.
—Ya, no seas cursi, güey —dijo, empujándolo con el hombro.
El Flaco se rió, tiró la última cáscara de la mandarina y la partió en dos, dándole la mitad a Diana.
—Feliz Navidad, Diana.
Ella tomó el gajo y lo mordió, dejando que el jugo dulce le llenara la boca. No era un pavo ni un banquete, pero en ese momento, con el Flaco a su lado, parecía suficiente.
La noche seguía avanzando, y ellos se levantaron de la banca para seguir caminando, sin rumbo pero juntos. La Navidad era un espectáculo que sucedía a su alrededor, algo que podían mirar desde afuera sin ser parte de ella, pero al menos tenían la libertad de vagar, de soñar con un árbol real y regalos que tal vez nunca llegarían.
Y mientras la luna se colaba entre los edificios, Diana pensó que, tal vez, la Navidad no era tan mala como había imaginado.
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