Por Andrea Méndez
Cuando menciona Die Hard (o Duro de matar, para los puristas del doblaje latino), me vienen a la mente luces de Navidad parpadeando, villancicos a lo lejos y, claro, explosiones a todo volumen. ¿Es una película navideña? Para mí, sin duda lo es, pero no solo por la ambientación o porque "Let It Snow" suene en los créditos finales. Creo que hay algo más profundo, algo en la narrativa visual y la construcción de sus personajes que la hace tan entrañable y, curiosamente, tan navideña.
La historia de John McClane (Bruce Willis) podría resumirla como un viaje de autoconocimiento disfrazado de historia de acción. Es un tipo ordinario en una situación extraordinaria, enfrentándose no solo a terroristas, sino a sus propios defectos, inseguridades y a una crisis matrimonial. Podríamos decir que McClane representa al "yo" en lucha constante por equilibrarse entre el "ello" (los impulsos de supervivencia y violencia) y el "superyó" (su deseo de hacer lo correcto y salvar a su familia). Es como si Nakatomi Plaza fuera su escenario psíquico, un espacio cerrado donde debe enfrentarse a todas las facetas de sí mismo.
Visualmente, esto se refleja en la forma en que la película utiliza el espacio: los ductos de ventilación, las oficinas, las ventanas. Cada rincón del edificio parece tener una intención narrativa, como si cada paso de McClane no solo lo acercara a derrotar a Hans Gruber (Alan Rickman), sino también a redescubrir quién es y qué valora. Ese plano icónico de McClane arrastrándose por el ducto, iluminado solo por el encendedor, es más que un momento de tensión; yo lo veo como una metáfora visual de un renacimiento, un tipo común atravesando un laberinto para renacer como un héroe.
Algo que siempre me ha gustado de Die Hard es su trasfondo emocional. En el fondo, es una historia sobre reconciliación. McClane quiere recuperar a su esposa, Holly, y la nochebuena se convierte en el marco perfecto para este intento. Es curioso cómo la película juega con los simbolismos navideños: el uso de cintas se colores, el intercambio (forzoso) de regalos en forma de balas y, claro, el hecho de que McClane literalmente "baje por la chimenea" (o los ductos, para ser exactos). Hay algo melancólico en todo esto, porque aunque el caos predomina, la película no pierde de vista el objetivo emocional de su protagonista: volver a estar con su familia.
Ahora, no podemos hablar de Die Hard sin mencionar a Hans Gruber. Alan Rickman crea un villano tan carismático que casi olvidamos que es el "malo". Visualmente, Gruber y McClane están en polos opuestos: mientras McClane está constantemente herido, ensangrentado y en movimiento, Gruber siempre está impecable, calmado y en control (al menos al principio). Esta dualidad se refleja en cómo la cámara los encuadra. McClane es filmado en planos cerrados y espacios claustrofóbicos, mientras que Gruber domina los espacios amplios y lujosos del edificio. Es como si fueran el caos y el orden enfrentándose, y eso añade una capa psicológica fascinante al enfrentamiento.
Lo que para mí hace a Die Hard un clásico, más allá de su narrativa navideña, es cómo redefine el cine de acción. Antes de McClane, los héroes de este género solían ser casi invencibles, figuras idealizadas que enfrentaban el peligro sin despeinarse. McClane, en cambio, es vulnerable. Suda, sangra, tiene miedo, pero sigue adelante. Esto se siente especialmente real gracias a la dirección de John McTiernan, quien utiliza la cámara con una mezcla de fluidez y tensión, capturando tanto la escala épica de las explosiones como los momentos más íntimos de su protagonista.
La música también juega un papel importante. Aunque la banda sonora de Michael Kamen incluye elementos tradicionales de acción, está salpicada de melodías navideñas, creando un contraste que subraya la ironía de celebrar la Navidad en medio de un asalto terrorista. Es como si la película nos recordara que, incluso en el caos, hay espacio para la esperanza y la conexión humana.
Recuerdo la primera vez que vi Die Hard. Era diciembre y estábamos en casa con mi papá, quien insistió en que esta era "la mejor película navideña de todos los tiempos". Tenía razón. Lo que más me atrapó fue cómo, a pesar de todo el ruido y las explosiones, había un corazón latiendo fuerte en el centro de la historia. Esa sensación de estar perdido pero decidido a pelear por lo que importa se quedó conmigo, especialmente en un momento en que yo misma me sentía un poco como McClane: atrapada en un laberinto, buscando algo que me devolviera a casa
Die Hard no solo es un gran clásico de Navidad; es recordar que incluso en las situaciones más extremas, la voluntad puede prevalecer. Es un cuento navideño moderno, con todo y explosiones. Porque, al final del día, ¿no es eso lo que buscamos en la Navidad? Redención, conexión y, sí, un poco de acción para recordarnos que estamos vivos.
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