Por El Perrochinelo
Qué tranza, mi gente. Aquí su lomito de confianza, reportándose desde las entrañas de La Merced, ese barrio que huele a México, con todo y sus mezclas de especias, garnachas, y un airecito de antigüedad que te suelta una cachetada de historia cada que caminas por la zona. Ahí voy, con mis cuatro patas y mi olfato de barrio, recorriendo los pasillos y las calles, moviéndome entre la gente que va y viene como hormiguitas, cada quien en su rollo.
Dicen que La Merced es el pulso de la Ciudad de México. Yo, la neta, lo veo más como el estómago de esta capirucha: aquí todo se mueve, todo se traga y se vive a lo grande. Empiezas desde temprano con el mercado reventando de frutas, verduras y pescados que apenas y puedes distinguir entre el barullo de las señoras que te regatean hasta el alma, los taqueros que echan grasa desde la madrugada, y esos abarroteros que, no me lo nieguen, ya se saben de memoria a todo mundo. De esas calles que, si las pisas de rápido, no te crees que para otros son el mero infierno.
Aquí también hay sus partes oscuras, ¿eh? No todo es garnacha y algarabía. La Merced es barrio, y como buen barrio, tiene sus sombras. Te cuento que, a lo largo de los años, he visto pasar de todo, desde los tianguistas que levantan su changarro al mero estilo exprés, hasta las "trabajadoras de la noche" que, sin juzgar, hacen lo suyo pa' llevar la papa a casa. Aquí se mezcla la vida y la lucha, en cada puesto, en cada esquina.
A plena calle en La Merced, se vive una realidad que, aunque muchos voltean la cara, ahí sigue, bien presente. Los proxenetas rondan, cuidando sus territorios como lobos. Ahí andan, controlando a las chicas que trabajan la calle, muchas de ellas atrapadas en una vida que no escogieron, que les cayó como la noche en pleno día. Las miras paradas, con la mirada perdida o el gesto pintado pa' disimular la tristeza. A veces, una carcajada nerviosa rompe el silencio, otras, solo se escucha el ruido de los autos y pasos que se alejan rápido. Aquí, la vida y la dignidad se venden y se controlan, y aunque la policía pase y vea, la escena no cambia; el mismo ciclo que enreda a nuevas generaciones cada año.
Pero regresando a lo agradable, para un perro como yo, La Merced es pura universidad de la vida. Por un lado, tienes a los vendedores de ropa que gritan como si se les fuera la vida con cada cliente; por el otro, a esos que venden chácharas de dudosa procedencia, pero con mucho estilo. ¿Y qué decir de las señoras de los puestos de comida? Yo te juro que esos calditos y esos tacos saben a pura gloria. Pa' mí, los mejores tacos no son los de chef famoso ni los de local con nombre en inglés; son esos de La Merced, donde cada mordida es un pase directo al cielo, ¡o a un empacho nivel dioses!
Y las fachadas, carnal... esas fachadas hablan solas. Edificios que quién sabe cuántos años llevan ahí, con muros desgastados y grafitis que cuentan historias de generaciones enteras. La Merced no es pa' mirones de esquina, es pa' los que le entran y la viven. Y aunque aquí la modernidad apenas se asoma, cuando se asoma lo hace a lo grande: de repente te encuentras a esos morros influencers tomando fotos pa’l ‘insta’ como si esto fuera Disneylandia. Pobre de ellos si pisan mal una alcantarilla o si pisan uno de los buenos charcos que aquí abundan.
Y qué decir de la noche, compa. Porque La Merced, cuando cae el sol, se vuelve otro universo. Las luces de las tiendas y los puestos crean sombras bien locas, que le dan a las calles una vibra entre cine de terror y cabaret. Ahí andan los malandros y los taxistas esperando a los trasnochados que salen como zombies de los bares.
Así que, si algún día quieres conocer la CDMX de a de veras, no te vayas a esos lugares de pura pose. Vente pa’ La Merced, entra sin miedo, nomás cuida tu cartera y no saques mucho el celular, porque hay raza que está en modo "La ley de Herodes". Esta es la mera esencia de la ciudad, donde la vida pasa rápido, pero cada paso que das te deja algo.
Yo, mientras tanto, seguiré aquí, caminando entre los puestos, echando un ojo por si sale algo pa’ cenar.
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