Por Félix Ayurnamat
Ser artista en una sociedad que prioriza la inmediatez, lo superfluo y lo material, es un verdadero reto, tanto para quienes crean como para quienes buscan comprender el valor del arte. En mi experiencia, la dificultad principal radica en la desconexión entre el proceso artístico y las expectativas sociales actuales. El arte, en su esencia, necesita de tiempo, reflexión y una dedicación que se opone a la urgencia con la que hoy se consumen imágenes y productos. Esta tensión entre la creación lenta y el consumo rápido no sólo demerita la actividad artística, sino que también desvirtúa su propósito y su impacto en la sociedad.
Históricamente, el arte ha sido un reflejo crítico de la realidad, una ventana a las emociones, ideas y problemáticas humanas. Sin embargo, en el contexto actual donde el valor de algo parece estar dictado por su capacidad de generar ganancias inmediatas o por su viralidad en las redes sociales, la obra de arte corre el riesgo de ser percibida únicamente como un objeto de mercado, despojándola de su significado más profundo. Esta situación me hace pensar sobre cómo se ha erosionado el reconocimiento del trabajo artístico, un proceso que no es inmediato ni superficial, sino complejo y profundamente humano.
El valor del arte no debería medirse por su capacidad de ser consumido rápidamente, sino por su capacidad de hacer pensar, de provocar una reflexión que persista más allá del primer vistazo. El artista se enfrenta a un entorno que le demanda producir constantemente para mantenerse relevante, pero esta exigencia choca con la naturaleza misma del proceso creativo, que requiere introspección, experimentación y, sobre todo, tiempo. En un entorno que no valora este tiempo, el artista corre el riesgo de sucumbir a la producción en serie, sacrificando la profundidad en favor de la cantidad.
Es importante recordar que la creación artística es un acto de resistencia ante la banalización del contenido. Cada obra, aunque pueda ser rápidamente juzgada y olvidada en el flujo incesante de información, posee una sustancia que no puede ser capturada en una primera impresión. El arte debe desafiar, cuestionar, y en ocasiones incomodar precisamente porque no se conforma con lo inmediato ni con lo fácil. Desde mi experiencia, he encontrado que el verdadero reto para un artista no radica solo en la creación, sino en mantenerse fiel a su visión en un entorno que constantemente nos invita a la superficialidad.
Los artistas que admiro enfrentaron sus propias versiones de este desafío, trabajando en la marginalidad, con pocos recursos y, a menudo, incomprendidos por sus contemporáneos. Sin embargo, es precisamente esta capacidad de persistir en su búsqueda creativa, a pesar de las adversidades. Ellos entendieron que la relevancia de su obra no estaba en su aceptación inmediata, sino en la verdad que ella contenía.
Hoy en día, trabajo en entender cómo equilibrar las demandas de la sociedad con la necesidad de mantener la integridad del proceso creativo. Es un conflicto constante entre adaptarse y resistir, entre buscar visibilidad y mantenerse auténtico. A pesar de las dificultades, creo firmemente que la labor del artista sigue siendo crucial. En un mundo que parece valorar lo efímero, el arte sigue siendo uno de los pocos espacios donde la profundidad, la reflexión y la humanidad encuentran un refugio.
El desafío está en enseñar, en fomentar una apreciación más profunda y crítica del arte. Esto no sólo beneficiará a los artistas, sino a la sociedad en su conjunto, al recordarnos que no todo puede ser reducido a un valor económico o a un "me gusta". El arte tiene la capacidad de transformar, de hacernos sentir y pensar, y en un mundo que parece olvidar la importancia de estas experiencias, es más necesario que nunca rescatar el valor del trabajo artístico.
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