Querido Félix
A veces me preguntas por qué soy como soy. Es decir, por qué prefiero la compañía de mi cafetera a la de otros seres humanos y por qué puedo sostener una conversación más profunda con cualquier gato que me tope que con un compañero del trabajo. Pues bien, querido, hoy te contaré la historia. Como toda buena historia de terror, empieza con sangre, gritos y una madre primeriza que no tenía idea de lo que estaba haciendo.
Era una noche oscura y tormentosa... Bueno, en realidad, era un miércoles por la mañana, pero siempre he sentido que mi entrada al mundo merecía más drama. Mi madre, una mujer valiente pero algo despistada, confundió las contracciones con "un dolorcito de pancita". Claro, Félix, porque traer una vida al mundo es igualito que comer comida china de dudosa procedencia. Cuando finalmente se dio cuenta de que yo estaba decidida a hacer mi debut, era demasiado tarde para epidurales, técnicas de respiración o cualquier atisbo de dignidad.
Ahí estaba yo, saliendo al mundo como si fuese protagonista de un exorcismo, rodeada de un equipo médico que parecía más interesado en discutir dónde irían a comer saliendo que en el milagro (o pesadilla) de mi nacimiento. Mi primer grito fue una mezcla entre "¡Qué rayos es esto!" y "¡Devuélvanme al útero, idiotas!". Desde ese momento, Félix, supe que había algo profundamente sospechoso en la humanidad.
Mi infancia no mejoró mucho. Fui esa bebé que siempre miraba a los adultos con expresión de "¿De verdad eres tan tonto o solo estás drogado?". Me cuentan que, cuando tenía tres años, un vecino intentó hacerme reír con un títere de calcetín. Mi respuesta fue clavarle una mirada que, según él, "le heló el alma". Años después, me enteré de que dejó su carrera como ventrílocuo para convertirse en contador. A veces pienso que le hice un favor.
Luego llegó la etapa escolar. Ah, la primaria, ese campo de batalla emocional donde aprendes que los niños son pequeños sociopatitas en potencia. ¿Te acuerdas de las típicas dinámicas de grupos? Pues siempre era "la última en ser elegida", como si tuviera alguna especie de lepra social. Pero, Félix, aquí es donde empecé a perfeccionar mis habilidades de observación. Mientras otros jugaban, yo los estudiaba como si fueran ratas de laboratorio. Fue en esos años que desarrollé mi teoría de que la humanidad, en el fondo, no ha evolucionado mucho desde la época de las cavernas.
Y entonces llegó la secundaria, esa maravillosa etapa donde todos actúan como si estuvieran protagonizando su propia novela dramática. Excepto yo. Yo era el personaje secundario cínico que comenta desde las sombras. En la prepa, mis compañeras dividieron sus esfuerzos entre perfeccionar su eyeliner y practicar sus discursos para convertirse en "Miss Universo". Yo, en cambio, pasaba mis tardes leyendo novelas de misterio y viendo documentales sobre la decadencia humana.
¿Mi primera fiesta de la prepa? Horrorosa, me arrastro mi prima y me obligo mi madre. Debía socializar, según ella. Imagínate a una horda de adolescentes hormonales bailando al ritmo de canciones que hablaban de amores perdidos, mal correspondidos o eternos, realmente me daba igual. Mientras yo sufría ese patético espectáculo, me preguntaba si el vodka que ofrecían era suficiente para olvidar semejante espectáculo. (No lo era). A la mañana siguiente, mientras las demás amigas de mi prima analizaban quién había besado a quién, yo solo podía pensar en como iba a morir el tipo que vomitó en mis zapatos nuevos.
Pero lo que realmente selló mi destino como antisocial fue un episodio en la universidad. En una de esas clases obligatorias de trabajo en equipo, me asignaron con un grupo de chicas que parecían haber salido directamente de una mala película de comedia romántica. Una decía "literal" cada cinco palabras, otra creía que el feminismo era "una tendencia", y la tercera tenía un vocabulario tan limitado que cada frase suya terminaba con un "o algo así". Después de soportarlas durante ¡TRES SEMANAS, QUE PARECIERON 7 AÑOS EN SIBERIA! decidí que, si eso era el precio de socializar, prefería la soledad.
Y aquí estoy, Félix, escribiéndote desde mi trinchera de soledad voluntaria. No te confundas, no odio a la humanidad (bueno, no siempre). Simplemente he descubierto que la mayoría de las interacciones humanas son como una película de terror mal hecha: predecibles, forzadas y con un final decepcionante. Así que prefiero observar desde las sombras, con un termo de café en la mano y un comentario chistocruel listo para ser disparado.
Espero que esta carta haya aclarado tus dudas. Ahora sabes que mi antisocialidad no es un defecto, sino un mecanismo de defensa perfectamente desarrollado.
Con cariño (y algo de cinismo),
Tu amiga de las sombras,
Rebeca Jiménez
Comentarios