Por El Perrochinelo
¿Qué tranza, banda? Aquí el Perrochinelo reportándose desde las banquetas chilangas, donde la vida siempre anda en friega y la magia de los Reyes Magos es cosa seria. Ya sé, me dirán: “¿Tú qué sabes de Reyes, si eres callejero y no te cae nada?” Pues déjenme les cuento, raza, que yo también tengo mi historia con esa tradición, porque los Reyes no discriminan, ¿o qué, pensaban que sólo andan por las casas de los humanos? Nel, también pasan por la calle y dejan su huellita.
Esa noche, el barrio entero parece transformarse. Los puestos de juguetes se adueñan de las calles, como si fueran hongos que brotan de repente. Todo brilla, todo huele a plástico nuevo, a globos y a esperanza. Los chamacos andan brincando de un lado a otro, con sus ojos como de plato, señalando lo que quieren. Que si el Max Steel pirata, que si la muñeca que habla como robot descompuesto, que si la bicicleta sin rueditas. ¡Ah, qué chulada!
Y ahí van los reyes, con sus bolsas negras mágicas, esas de plástico que esconden el tesoro. Los ves caminando rápido, como si cargaran oro. La neta, sí lo es, porque cada juguete que llevan es una sonrisa asegurada al amanecer. Eso, banda, es la verdadera magia de los Reyes: convertir una noche en esperanza. Y yo, como buen callejero, nomás me echo en una esquina a mirar, disfrutando del show y del frío que cala, pero que se aguanta porque la vibra es chida.
También hablemos de otra tradición de estos días, el drama de la rosca. Al día siguiente, cuando la banda anda recuperándose de la desvelada, buscan una rosca como si fuera una misión especial. Todo bien hasta que alguien muerde y ¡pum!, sale el niño Dios. Se oye el clásico: "¡Ay, no ma, me tocó a mí!" Y ahí andan todos con cara de espanto, buscando excusas para no pagar los tamales. “No, pues yo estoy corto este mes”, “Se me hace que mejor lo compartimos, ¿no?”. Pero, eso sí, el cotorreo no falta, y hasta el perro de la casa anda queriendo morder la rosca.
Pero no crean que los lomitos callejeros nos quedamos fuera de la jugada. Hay raza buena que piensa en nosotros. El año pasado, una doñita del tianguis me regaló un suéter. Sí, no es broma. Un suéter rojo que decía “Soy un vago, pero con estilo”. ¡No manchen, banda! Me lo puso y parecía modelo. Hasta las perritas volteaban a verme con ojitos de “¡Ay, qué guapo!” Claro, sólo duró un par de semanas antes de que un gandalla me lo robara, pero mientras duró, me sentí bien rifado.
También hay quienes nos dejan comida. Esa misma noche, un chavito salió con un platito de croquetas y un poco de agua. Me dijo: “Toma, perrito, esto es de parte de los Reyes”. Y ahí andaba yo, llorando por dentro y tragando croquetas como si no hubiera un mañana. Porque sí, raza, aunque no tengamos casa ni árbol navideño, esas pequeñas cosas nos hacen sentir que también contamos.
La neta, raza, los Reyes son más que juguetes. Son esa magia que hace falta en este mundo tan acelerado. Fomentar la imaginación de los niños es como sembrar una semillita que luego se convierte en sueños y, si bien les va, en metas cumplidas. Y para los que andamos en la calle, lomitos, niños, personas sin hogar, inmigrates, son una muestra de que todavía hay gente con corazón, que entiende que todos merecemos un cachito de amor, aunque sea en forma de un suéter o un plato de comida.
Así que, banda, no se olviden de los que vivimos en la calle. Si ven a un niño o lomito temblando de frío o a un michi buscando refugio, háganle el paro. No necesitan mucho: un poco de comida, un suéter que ya no ocupen, o incluso un saludo puede hacer la diferencia.
Órale, pues, raza. Que esta tradición no sólo sea para los niños humanos, sino para todos los seres que compartimos esta ciudad. Porque, al final, la verdadera magia de los Reyes no está en lo que dan, sino en lo que dejan: esperanza.
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