El trasfondo de nuestra época moderna o postmoderna es la lucha entre el Estado y el Mercado. Hermanos enemigos, porque evidentemente no pueden existir el uno sin el otro. Pero de cuál vaya ganando a cada momento dependen muchas cosas de nuestra vida. Lo importante es percatarse de que no son equivalentes o complementarios, quiero decir que no están igualmente justificados. Porque los males del Estado, que nadie niega que sean muchos, no provienen de su fundamento, que es el “pacto social” y la apertura del espacio del Derecho, sino del Poder que le es inseparable. Aunque inseparables, el Estado y el Poder o son lo mismo. El poder se ejerce en el Estado, pero tiene su estructura propia que no es la del Estado, o sea la del Derecho. Aunque el Poder se sometiese al Derecho, no es eso lo que lo constituye como Poder, sino la fuerza, que puede ejercerse perfectamente fuera del Derecho. Pero el Estado como Estado no puede justificarse sino en la búsqueda de la Justicia.
El Mercado en cambio es constitutivamente injusto, se justifica por la injusticia, su estructura es la competencia, y es claro que no hay “competencia leal”. Las reglas sobre competencia desleal no provienen evidentemente de la naturaleza del Mercado, sino de la del Estado, y el primer nivel de la lucha entre uno y otro es precisamente el esfuerzo del Mercado por liberarse de toda regulación y el esfuerzo del Estado por regular el Mercado.
Otra prueba de la diferencia entre el Estado y el Poder es que el Poder se alía fácilmente con el Mercado contra el Estado. Pero la injusticia del mercado no proviene de una estructura competitiva que le sería exterior, sino que su esencia misma es competitiva y por lo tanto injusta.
El Estado es el ámbito común de la Ley, o sea la búsqueda de la igualdad, mientras que el Mercado es la búsqueda autorizada de la desigualdad.
Hay aquí detalles que tengo que precisar, porque el algún lugar he dicho que la verdadera justicia no es el establecimiento de la igualdad sino el reconocimiento de las “verdaderas” desigualdades. Con un poco de reflexión se ve que no hay contradicción. Las "falsas" desigualdades son las que provienen justamente del Poder (y del Mercado). Las "verdaderas" son las desigualdades "naturales" —y por "naturaleza" en este sentido hay que entender aquello que el Derecho toma a su cargo y que para el Derecho es por lo tanto anterior a él mismo; por ej.emplo las diferencias de inteligencia, de belleza o simpatía, de facultades o dones "naturales", así como las diferencias culturales (que configuras las famosas "identidades culturales"). Pero si el Estado toma a su cargo estas desigualdades "naturales" en el sentido de que garantiza su derecho a la existencia, es siempre anteponiéndoles la igualdad propia del Derecho, la igualdad ante la Ley. El "derecho a la existencia" de las desigualdades "naturales" no es pues el mismo que el derecho jurídico y político del ciudadano. Los derechos del ciudadano son literalmente del ciudadano, y el ciudadano se define por su ciudadanía y no por su raza o su estirpe, ni por su religión y ni siquiera su cultura. A la derecha más reaccionaria hay que machacarle todo el tiempo que un ciudadano de cultura mahometana, por ejemplo, tiene los mismos derechos que uno de cultura cristiana. Pero eso significa que esos derechos no corresponden ni a la islamidad del islámico ni a la cristianidad del cristiano, sino a su "ciudadanidad". O sea que la identidad cultural (¡y con más razón racial!) no incumbe a la ciudadanía. En un Estado justo (en nuestro contexto, en un Estado democrático), nadie puede alegar nada por ser de una raza y no otra, de una religión y no de otra, de una familia y no de otra. Lo único que puede alegarse es que no por esos motivos se tienen menos derechos.
Lo cual significa quizá que el Derecho es el acto que toma a su cargo algo, en este caso la identidad "natural" de los miembros de una comunidad, para salvarlo suprimiéndolo. Lo que el Derecho reconoce es que la identidad "natural" del individuo no le impide ser ciudadano. El famoso "pacto social" no sólo implica la renuncia a la violencia de todos contra todos, también implica la renuncia a la identidad "natural". renuncia jurídica, podríamos decir. Aunque esa renuncia se ha ido depurando paulatinamente a lo largo de la historia, no hay duda de que el reconocimiento de esa meta es esencial a la idea de Justicia. Desde la Ilustración, por ejemplo, nadie puede dudar de que la fundación de un Estado justo supone la renuncia jurídica a la nobleza de la sangre y al derecho hereditario. Hoy en día, resistirse a la renuncia jurídica de la raza y la religión significa ser decididamente de derechas, o sea renuente a la Justicia.
Lo que complica bastante las cosas es que hay muchos atrabiliarios "de izquierda" que confunden (sospecho que sin inocencia) la renuncia "jurídica" con la renuncia "natural". No comprenden que el Estado garantiza el respeto a todas (o casi todas) las diferencias, pero está rigurosamente obligado a no asumirlas. En ese Estado uno puede ser católico o judío, blanco o negro, homosexual o heterosexual, mixe o cuicateco, pero reclamar derechos por ser una u otra de estas cosas es un atropello, y votar como o lo uno o lo otro, como católico o mahometano, como nahua o heterosexual, es una monstruosidad. Lo único digno de un ciudadano es votar como ciudadano, o sea en nombre de todos.
El Mercado en cambio es constitutivamente injusto, se justifica por la injusticia, su estructura es la competencia, y es claro que no hay “competencia leal”. Las reglas sobre competencia desleal no provienen evidentemente de la naturaleza del Mercado, sino de la del Estado, y el primer nivel de la lucha entre uno y otro es precisamente el esfuerzo del Mercado por liberarse de toda regulación y el esfuerzo del Estado por regular el Mercado.
Otra prueba de la diferencia entre el Estado y el Poder es que el Poder se alía fácilmente con el Mercado contra el Estado. Pero la injusticia del mercado no proviene de una estructura competitiva que le sería exterior, sino que su esencia misma es competitiva y por lo tanto injusta.
El Estado es el ámbito común de la Ley, o sea la búsqueda de la igualdad, mientras que el Mercado es la búsqueda autorizada de la desigualdad.
Hay aquí detalles que tengo que precisar, porque el algún lugar he dicho que la verdadera justicia no es el establecimiento de la igualdad sino el reconocimiento de las “verdaderas” desigualdades. Con un poco de reflexión se ve que no hay contradicción. Las "falsas" desigualdades son las que provienen justamente del Poder (y del Mercado). Las "verdaderas" son las desigualdades "naturales" —y por "naturaleza" en este sentido hay que entender aquello que el Derecho toma a su cargo y que para el Derecho es por lo tanto anterior a él mismo; por ej.emplo las diferencias de inteligencia, de belleza o simpatía, de facultades o dones "naturales", así como las diferencias culturales (que configuras las famosas "identidades culturales"). Pero si el Estado toma a su cargo estas desigualdades "naturales" en el sentido de que garantiza su derecho a la existencia, es siempre anteponiéndoles la igualdad propia del Derecho, la igualdad ante la Ley. El "derecho a la existencia" de las desigualdades "naturales" no es pues el mismo que el derecho jurídico y político del ciudadano. Los derechos del ciudadano son literalmente del ciudadano, y el ciudadano se define por su ciudadanía y no por su raza o su estirpe, ni por su religión y ni siquiera su cultura. A la derecha más reaccionaria hay que machacarle todo el tiempo que un ciudadano de cultura mahometana, por ejemplo, tiene los mismos derechos que uno de cultura cristiana. Pero eso significa que esos derechos no corresponden ni a la islamidad del islámico ni a la cristianidad del cristiano, sino a su "ciudadanidad". O sea que la identidad cultural (¡y con más razón racial!) no incumbe a la ciudadanía. En un Estado justo (en nuestro contexto, en un Estado democrático), nadie puede alegar nada por ser de una raza y no otra, de una religión y no de otra, de una familia y no de otra. Lo único que puede alegarse es que no por esos motivos se tienen menos derechos.
Lo cual significa quizá que el Derecho es el acto que toma a su cargo algo, en este caso la identidad "natural" de los miembros de una comunidad, para salvarlo suprimiéndolo. Lo que el Derecho reconoce es que la identidad "natural" del individuo no le impide ser ciudadano. El famoso "pacto social" no sólo implica la renuncia a la violencia de todos contra todos, también implica la renuncia a la identidad "natural". renuncia jurídica, podríamos decir. Aunque esa renuncia se ha ido depurando paulatinamente a lo largo de la historia, no hay duda de que el reconocimiento de esa meta es esencial a la idea de Justicia. Desde la Ilustración, por ejemplo, nadie puede dudar de que la fundación de un Estado justo supone la renuncia jurídica a la nobleza de la sangre y al derecho hereditario. Hoy en día, resistirse a la renuncia jurídica de la raza y la religión significa ser decididamente de derechas, o sea renuente a la Justicia.
Lo que complica bastante las cosas es que hay muchos atrabiliarios "de izquierda" que confunden (sospecho que sin inocencia) la renuncia "jurídica" con la renuncia "natural". No comprenden que el Estado garantiza el respeto a todas (o casi todas) las diferencias, pero está rigurosamente obligado a no asumirlas. En ese Estado uno puede ser católico o judío, blanco o negro, homosexual o heterosexual, mixe o cuicateco, pero reclamar derechos por ser una u otra de estas cosas es un atropello, y votar como o lo uno o lo otro, como católico o mahometano, como nahua o heterosexual, es una monstruosidad. Lo único digno de un ciudadano es votar como ciudadano, o sea en nombre de todos.
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