Hubo una época un poco larga (más o menos desde el neolítico hasta la penúltima o antepenúltima generación) en que a los niños y adolescentes se les dejaba en la ignorancia de bastantes cosas, que sólo poco a poco se les iban revelando. Hacia el final de la infancia los mayores solían confesarnos que los Reyes Magos o Santos Reyes (que todavía no se llamaban Santa Claus) eran en realidad papá y mamá. Poco después, que los niños ni vienen de París ni los trae la cigüeña (sobre todo a América, donde no hay más cigüeñas que las que antes traían a los bebés, incluyendo las que traían al bebé Dumbo). A partir de allí teníamos que descubrir solos los miles de cosas que seguían estando ocultas o por lo menos disimuladas, desde los mil caminos del deseo y el placer sexual hasta las sordideces que se agazapaban a menudo en los bellos discursos morales o políticos.
Bueno, ahora ya somos mayorcitos. Quiero decir postmodernos. A los estudiantes se les enseñan en el colegio los facts of life (para decirlo en la lengua de nuestro querido Bush), y si todavía se oculta a los más pequeños de dónde vienen los regalos de Navidad, es porque esa revelación podría desenmascarar a la publicidad televisiva de la industria del juguete y hacer peligrar la bolsa. O sea por motivos muy serios, nada pueriles. En cambio, desde la adolescencia y la juventud tenemos derecho a que nos digan las cosas por su nombre. A mi abuela por ejemplo le hubiera escandalizado que los políticos y los tycoons (para decirlo otra vez en la lengua etc.) no disimularan su corrupción, su crueldad, su inmoralidad, su codicia despiadada. Qué infantilismo (el de mi abuela). Ahora somos mucho más maduros: estamos preparados para digerir sin problemas la verdad: por ejemplo, que unos jueces (norteamericanos, por supuesto) proclamen que aceptan confesiones obtenidas bajo tortura. O que un primer ministro (italiano esta vez) fabrique leyes que le eximen de sus delitos personales. O que el “presidente de México”, Felipe Calderón, interrogado acerca de la impunidad del gobernador que mandó secuestrar y encarcelar ilegalmente a la periodista Lydia Cacho, conteste que ya se está procediendo… ¿contra el gobernador (el famoso gober precioso)? Bueno, no, pero sí contra los míseros policías que subieron al coche a la periodista. ¿Seguimos? Tal vez no vale la pena: aunque acumulemos infinitos ejemplos, no vamos a escandalizar a ninguna persona madura, quiero decir postmoderna, sólo podríamos aburrirla.
Bueno, ahora ya somos mayorcitos. Quiero decir postmodernos. A los estudiantes se les enseñan en el colegio los facts of life (para decirlo en la lengua de nuestro querido Bush), y si todavía se oculta a los más pequeños de dónde vienen los regalos de Navidad, es porque esa revelación podría desenmascarar a la publicidad televisiva de la industria del juguete y hacer peligrar la bolsa. O sea por motivos muy serios, nada pueriles. En cambio, desde la adolescencia y la juventud tenemos derecho a que nos digan las cosas por su nombre. A mi abuela por ejemplo le hubiera escandalizado que los políticos y los tycoons (para decirlo otra vez en la lengua etc.) no disimularan su corrupción, su crueldad, su inmoralidad, su codicia despiadada. Qué infantilismo (el de mi abuela). Ahora somos mucho más maduros: estamos preparados para digerir sin problemas la verdad: por ejemplo, que unos jueces (norteamericanos, por supuesto) proclamen que aceptan confesiones obtenidas bajo tortura. O que un primer ministro (italiano esta vez) fabrique leyes que le eximen de sus delitos personales. O que el “presidente de México”, Felipe Calderón, interrogado acerca de la impunidad del gobernador que mandó secuestrar y encarcelar ilegalmente a la periodista Lydia Cacho, conteste que ya se está procediendo… ¿contra el gobernador (el famoso gober precioso)? Bueno, no, pero sí contra los míseros policías que subieron al coche a la periodista. ¿Seguimos? Tal vez no vale la pena: aunque acumulemos infinitos ejemplos, no vamos a escandalizar a ninguna persona madura, quiero decir postmoderna, sólo podríamos aburrirla.
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