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A 30 años del asesinato de Monseñor Oscar Arnulfo Romero

El asesinato de monseñor Romero (24 de marzo de 1980)
ABC (España).
Miércoles 26 de marzo de 1980
Asesinato al pie del altar
Mientras celebraba el sacramento de la reconciliación, una bala asesina atravesó la casulla y el corazón de Óscar Arnulfo Romero. El único «delito» que se le conoce al arzobispo de San Salvador es explicar el Evangelio, hacer oír su voz desde el incómodo papel de profeta de la verdad, y eso es cosa que forzosamente atrae la violencia de quienes no aceptan más soluciones que las impuestas por ellos.
Tras el asesinato de monseñor Romero, terror y violencia en El Salvador
Oleada de atentados terroristas contra entidades oficiales en señal de protesta por la muerte del prelado salvadoreño
Madrid. (De nuestra redacción). -Al menos veinticinco bombas, todas ellas de alta potencia, hicieron explosión de madrugada en señal de protesta por el asesinato del arzobispo monseñor Óscar Romero. El crimen, cometido en la capilla de un hospital, donde oficiaba monseñor Romero, ha llenado de consternación a toda Iberoamérica, donde el arzobispo asesinado era muy respetado por su activa labor en defensa de los derechos humanos.
La mayoría de los artefactos hicieron explosión en bancos y en otros organismos gubernamentales. No causaron daños personales, pero sí materiales muy elevados.
Monseñor Romero fue asesinado el lunes de un disparo en el corazón cuando celebraba misa en la capilla del hospital para cancerosos La Divina Providencia, en la capital salvadoreña. El obispo murió frente al altar. Nuestro corresponsal en Nueva York, José María Carrascal, señala que, según versiones de los testigos, monseñor Romero fue asesinado por una sola persona en el momento mismo en que daba la comunión. Un individuo armado con una pistola, provista de silenciador, disparó contra él un solo tiro, acertándole en el mismo corazón. Mientras el asesino iniciaba su huida hacia la calle, alguien efectuó dos disparos para asustar a la gente, que se echó al suelo. Los asesinos huyeron sin problemas en un vehículo que esperaba a la puerta del hospital.
Señala nuestro corresponsal que, aunque aún no ha sido esclarificada la autenticidad de los autores del atentado, se supone que pertenezcan a sectores ultra derechistas, a los que criticó duramente monseñor Romero en vida. El Gobierno ha declarado tres días de luto nacional en señal de duelo. Paralelamente, se ha decretado el «estado de alerta» para evitar brotes de violencia. Millares de salvadoreños se agrupaban en la mañana de ayer ante la basílica El Sagrado Corazón para rendir el último homenaje al prelado asesinado.
Monseñor Romero fue asesinado un mes y dos días después de haber celebrado su tercer aniversario de la toma de posesión como arzobispo de la capital de El Salvador.
Todas las instituciones educativas católicas y algunos colegios suspendieron ya, ayer mismo, todas las actividades en señal de luto. Los periódicos matutinos publicaban ayer esquelas mortuorias de la Junta de Gobierno, las Fuerzas Armadas y el Partido Democristiano, quien colabora con la Junta. Son muchos los observadores que temen que este asesinato empuje al país hacia una situación de caos incontenible que degenere en una guerra civil.
En su última homilía, monseñor Romero hizo un emotivo llamamiento al Gobierno para que cesara lo que denominaba «represión contra el campesinado». «Las reformas no valdrán nada si están teñidas de sangre», señaló en su homilía.
No obstante, monseñor Romero consideraba que si el actual equipo del Gobierno obtenía alguna participación de los grupos populares, que hasta ahora le han dado la espalda, todavía existía la posibilidad de llevar adelante el programa de reformas, lo que supondría una salida pacífica a la actual crisis.
En todo el mundo se han producido reacciones de condena contra el brutal asesinato. El Papa ha repudiado el sacrílego crimen. El Consejo Episcopal Latinoamericano (CELAM) señaló, en un mensaje de condena que «la sangre de monseñor Romero derramada junto al altar, sea dramática llamada para que se deponga toda actitud de odio, violencia y venganza en El Salvador».
Hasta el momento, no se ha señalado, oficialmente, la fecha ni la hora del entierro del prelado. Sectores del Gobierno temen que este acto sea utilizado por grupos de la oposición para desencadenar una nueva ola de violencia que conduzca al país a una situación de caos irreversible.
Las Fuerzas Armadas han reiterado su decisión de cumplir las leyes al pie de la letra «para mantener el orden y la tranquilidad que el pueblo necesita».
En su última entrevista, concedida a la agencia Efe, el arzobispo asesinado manifestó: «A mí me podrán matar, pero ya es imposible hacer callar la voz de la Justicia.»
Asesinato en la catedral
Como un nuevo Tomás Becket, el arzobispo de San Salvador ha encontrado la muerte al pie del altar. Revestido con los ornamentos sacerdotales, y mientras celebraba el sacramento de la reconciliación, una bala asesina destrozó su corazón, un corazón cuyo delito era creer tercamente en la justicia, en el amor entre los hombres.
Monseñor Óscar Romero estaba muy lejos de ser un «curita exaltado», muy lejos de ser un revolucionario de turno. Era, sencillamente, un hombre bueno, un obispo que había tomado radicalmente en serio su deber de pastorear -y, por tanto, defender- a sus fieles. Por carácter, por temperamento, era un hombre pacífico, amigo del diálogo, pero lúcido también ante la realidad de la violencia padecida por los oprimidos.
Desde que, hace cuatro años, fue colocado al frente de la Iglesia salvadoreña había tomado el incómodo papel de profeta de la verdad y era la voz más libre, más sincera con que contaba el país. Era lógico que pronto le rodearan los odios. De uno y otro lado. Porque tal vez uno de sus mejores elogios sea el decir que, en principio, habrían podido matarle desde cualquiera de los dos extremos que hoy padece El Salvador, porque desde los dos extremos se le había amenazado, porque a unos y a otros decía la hiriente verdad.
El mismo monseñor Romero contaba hace poco que él no hacía otra cosa que cumplir el mandato del Papa de «llamar a las injusticias por su nombre», aunque sabía muy bien que esto sólo podía hacerse a precio muy caro.
«No me consideren un juez, ni un enemigo -decía en un sermón a los ricos del país-. Soy simplemente el pastor, el hermano, el amigo de este pueblo, un amigo que sabe de sus sufrimientos, de sus hambres, de sus angustias y, en nombre de esas voces, yo levanto mi voz para decir: no idolatren sus riquezas, no las salven de manera que dejen morir de hambre a los demás. Compartan, para que ustedes y todos sean felices.»
Evangelio puro. Pero un evangelio que forzosamente iba a atraer hacia él la violencia de quienes no aceptan más soluciones que las impuestas por ellos. Un tiro en el corazón y ya tiene la Iglesia hispanoamericana un mártir más, y ya tienen los salvadoreños un defensor menos.
¿Morirá con él la voz de la justicia? Monseñor Romero había gritado hace muy pocos días -ante las amenazas que recibía, y que él no vacilaba en comentar públicamente- que «quería dejar constancia de que a la voz de la justicia nadie puede matarla».
¿O será, por el contrario, esta muerte la última chispa que levante una guerra civil que parecía inminente y que nadie deseaba menos que el propio arzobispo?
Triste mundo y tristes países aquellos en los que los profetas no parecen tener más destino que el de la muerte o la mordaza. Triste tiempo aquel en el que la injusticia conduce a la exasperación, la exasperación es combatida con la violencia, esta violencia conduce a los exasperados a una violencia diversa y ya no queda a los amantes de la paz otro camino que el de gritar en medio de dos filas de ametralladoras para acabar muriendo sin que se sepa muy bien de dónde brotaron los disparos asesinos. Son -vengan de donde vengan- la semilla del odio.
No es ésta ciertamente la primera sangre de un hombre de Iglesia derramada en Hispanoamérica. Desde que, en los años posteriores al Concilio, se produjo un mayor acercamiento del clero y las jerarquías iberoamericanas al pueblo del Continente son ya no pocos los sacerdotes sacrificados. Pero es ésta la muerte más llamativa, más impresionante. ¿Será la última?
Eso hubiera querido ese hombre bueno que era monseñor Óscar Romero. No hace aún muchos días -el 2 de febrero-, cuando fue honrado por la Universidad de Lovaina con el doctorado honoris causa por su defensa de los derechos humanos, monseñor Romero dijo que iba a recibir esa condecoración en nombre de toda la comunidad. Porque la bala que atravesó su casulla y su corazón de sacerdote estaba hiriendo toda la causa de la justicia en Hispanoamérica.

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