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Soluciones Prácticas

Leía hace casi un año que el FMI declara (de motu proprio, sin que nadie se lo pida): que Latinoamérica y Europa tenía que renunciar a la sociedad del bienestar si quiere seguir compitiendo con Estados Unidos. Se trata, obviamente, de frenar el bienestar para desarrollar el malestar. Al mismo tiempo el secretario de finanzas (o lo que sea) de Bush declaraba que el déficit presupuestario monstruoso de su país es culpa de la seguridad social, no de los gastos militares.
Cada vez está más claro que se trata, como siempre, de la guerra de los ricos contra los pobres; guerra unilateral, porque los pobres no tienen los recursos para hacer la guerra a los ricos, y cuando van a la guerra, van en defensa de los ricos. Esa guerra, además de ser una injusticia inhumana, es hoy una locura catastrófica. Leía en otro lugar que un científico calcula que, dada la peligrosidad de las investigaciones científicas modernas (militares y no militares), las probabilidades de que la vida sobreviva en el planeta más de un siglo son de menos de 50%. Otro informe indica que para extender a todos los países el nivel de consumo de Estados Unidos se necesitarían los recursos de 4 planetas Tierra. Que se agotarían con ello, claro. No parece nada probable que los líderes mundiales vayan a intentar elevar así el consumo del mundo subdesarrollado, pero en cambio es obvio que Estados Unidos va a intentar cuadriplicar su propio consumo. Pero aunque no logre tanto, y aunque la gloriosa ciencia no nos borre del cosmos antes de un siglo, los recursos de la Tierra no van a durar mucho y el deterioro es ya evidente y pronto será insoportable. O sea: el malestar como meta suprema.
La cosa no parece tener remedio. El chantaje y la coerción de los ricos no tiene por ahora contrapartida. La envidia a los ricos, sobre todo la envidia de los bastante ricos a los riquísimos, ha envilecido a la humanidad. Y el “pueblo” es claro que no está resistiendo mucho. Todo parece indicar que el hombre no quiere ser feliz, quiere ser fuerte. Que es como decir que el hombre es básicamente fascista. La “izquierda” (o lo que todavía llamamos así) tiene que quitarle al “pueblo”, a petición suya, cada vez más bienestar y más justicia para asegurarle (o más bien prometerle) mayor fuerza. Militar también, por supuesto, pero la “izquierda” prefiere hablar más bien de la fuerza económica. La cual consiste, por un lado, en aumentar muchísimo el nivel de consumo y de prestigio y dignidad de los más ricos, y poquísimo el nivel de consumo de los más pobres, y eso al precio de destruir todo su prestigio y dignidad; y por otro lado, en conseguir eso a costa de una degradación acelerada, y en gran parte irreversible, de las condiciones naturales de la vida humana.
Pero, como decía, es el pueblo mismo, hasta ahora, el que pide eso. Gracias al chantaje y la coerción de los ricos, y muy fundamentalmente (esperémoslo, al menos) por la ignorancia de los pobres, que los ricos han alimentado siempre, pero que ahora, con los medios de comunicación modernos, no sólo alimentan sino que atiborran. ¿Pueden los pobres salir de esa ignorancia? Si tuvieran un líder o un profeta que les dijera por ejemplo que es más fácil hacer pasar un camello por el ojo de una aguja que salvar a un rico, esa frase tendría significado mientras circule en pequeños grupos clandestinos y marginales, pero si sale a flote con algún vigor, ya sabemos en qué las convertirán las iglesias y las doctrinas.
Hoy casi ningún líder de “izquierda” se atrevería a decirle al pueblo que se equivoca, que el FMI es el Tentador, el equivalente en nuestro mundo de lo que fueron en un mundo teocrático Baal y Belcebú, y que su interés (el del pueblo) no es que suba la bolsa (mil veces más para los ricos que para ellos y aunque suba a la vez la contaminación, la desertificación y el calentamiento del planeta), sino que suba la paz, la tranquilidad, la seguridad, la limpieza del mundo y la solidaridad entre los hombres. Es claro que sólo un internacionalismo hoy inimaginable podría sostener esa doctrina. Mientras la regla del juego siga siendo la competencia sin ley y sin regla, sino más bien como ley y regla de todo lo demás (que es la doctrina del neoliberalismo), seguirá siendo cierto, como siempre (pregúntenle a Jesucristo) que el más hijodeputa acaba siendo el más rico y el más fuerte, y ningún «pueblo» querrá dejarse pisotear sin buscar ser más rico y más fuerte y más hijodeputa. Con lo cual el gobierno norteamericano y el FMI (y Enrique Krause) creen tener la prueba de que tienen la razón. Claro: si la vida humana, como la vida animal, es pura guerra despiadada por el dominio y la sobrevivencia individual o grupal, tienen razón.
Porque además esa doctrina se acompaña de la creencia en que, lo mismo que la lucha de las especies produce un equilibrio homeostático que asegura la perpetuación de esas especies, así la competencia (no desleal) entre humanos asegura el progreso de la especie. Todo lo cual es muy poco seguro: ahí están, quiero decir ahí no están, los dinosaurios, muestra de un desequilibrio de peso. Y todas las especies que hoy sólo sobreviven gracias a los cuidados del hombre. Claro que a la mayoría quien las amenaza es el hombre mismo. Pero el hombre es una especie animal sometida a las leyes de la sobrevivencia, eso demuestra que hay especies que pueden hacer desaparecer a otras, o incluso a todas, lo cual no es muy homeostático que digamos. Y si no es un animal sometido a la sobrevivencia, sino encargado de ella, eso demuestra que hay algo, justamente lo más propiamente humano, que escapa a la ley de la competencia. Podríamos haberlo deducido de las reglas mismas del «libre» mercado: si excluimos la competencia desleal, excluimos la competencia. Por lo menos en ese sentido pseudodarwiniano de sobrevivencia del más fuerte. La competencia de los animales no tiene por qué ser leal. Se ve que el concepto de lealtad es contradictorio con el concepto de competencia. No hay una competencia leal y otra desleal. Hay una competencia y hay una lealtad. Podemos poner una regla que imponga que haya una parte de competencia y otra de lealtad, como hay una regla que impone que haya una parte de hombres y otra de mujeres, pero eso no implica que las mujeres se masculinicen o los hombres se feminicen: donde empieza la cuota de las mujeres termina la de los hombres y se excluyen una a otra; donde empieza la lealtad termina la competencia: mientras soy leal no compito y mientras compito no soy leal. (Estoy tomando el término «competir», por supuesto, en el sentido en que lo toman los neoliberales, pero claro que puede usarse en otros sentidos.) La fe en el poder regulador del mercado es evidentemente un mito, un velo ideológico para justificar el privilegio propio, que llama “desregular” a la regularización que conviene al que la impone, pues ningún poder, ni siquiera el de los tiranos, ha podido nunca dejar de poner reglas y límites al desarrollo automático de los acontecimientos.
De momento parece que se esboza una polarización entre Europa y Estados Unidos (y a saber qué representa China en esa polarización): la sociedad del bienestar frente a la sociedad del malestar. Pero es un pis-aller: Europa no puede imponer a Estados Unidos su sociedad del bienestar, mientras que Estados Unidos puede imponer a Europa sus reglas del mercado, o sea su malestar. Si el camorrista me pega, no tengo más remedio que contestar, por muy pacífico que sea yo, y no será con mi pacifismo con lo que lo desarmaré. Europa no se atreverá nunca a emprender la redistribución de la riqueza y de la justicia, en su propio territorio y en el tercer mundo, aunque sea al precio de detener el crecimiento del consumo. Es más: nadie se va a atrever ni siquiera a plantear públicamente si ese freno al consumo es la condición necesaria para conseguir un poco de igualdad, de justicia, de humanidad —y de paso, de seguridad, de belleza, de felicidad. Yo sigo soñando con un mundo donde algún político, si no puede hacer nada por nosotros, por lo menos no nos mienta.

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