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eutanasia

Desde siempre he tenido temor por la teoría pura. Sobre todo cuando se habla detrás de la ventana. Puedo asegurar que no hay experiencia más humana que la misma muerte: a diferencia de los naci­mientos que son un mero principio, la muerte conlleva toda la historia. Incluso la del llanto al nacer. Porque la muerte es la deuda que se tiene por haber nacido, y, porque hay que ver morir para saber que se está vivo. Quien ve morir, tiene dere­cho de hablar, de escribir sobre la posi­bilidad de bien morir. A partir del punto de vista médico, son diversas las situaciones a considerar cuando de eutanasia se trata. El problema esencial radica, hasta donde los conocimientos médicos lo permiten, saber quién morirá pronto y si este proceso se acompañará de dolor creciente. Es tam­bién crítico prever si en las últimas eta­pas de la enfermedad el individuo estará consciente, y si las mermas funcionales irán en ascenso, de tal modo que la deni­gración moral sea insostenible. Sí las res­puestas son afirmativas, es decir, si se sabe que la muerte sucederá en semanas, que el dolor será intolerable y que el en­fermo se percatará de todo, entonces, la pregunta obligada es determinar si con­viene ejercer la eutanasia. Las fases finales de algunos cánceres o las etapas úl­timas del síndrome de inmunodeficiencia adquirida son algunos ejemplos en los que se puede responder afirmativamente.Si bien no es posible apreciar el dolor o definir hasta cuándo es tolerable, ni deter­minar el punto en que el ser humano deja de serlo porque el proceso de denigración pesa más que la vida misma, si es factible adelantarse a esto cuando el enfermo -y en forma idónea la familia y el médico- consideran que es momento de morir con dignidad. No en balde, en algunos países se ha incluido en los testamentos un párrafo que determine, si el individuo así lo considera, que en caso de ser aplicable, se opte por la eutanasia activa.Es evidente que cuando se habla de eu­tanasia activa no hay reglas mágicas ni universales, pues cada caso es diferente. Diferente porque los individuos somos inexactos en nuestras respuestas y sentires, porque las enfermedades y sus complica­ciones no acostumbran seguir ningún tipo de reglas, y porque las familias y los médi­cos están regidos por ideas diversas y cam­biantes. A lo anterior hay que agregar una situación real: la medicina no es una ciencia exacta. Todas esas reflexiones hacen que cualquier análisis en torno a la eutanasia esté matizado por diversos tro­piezos y opiniones no sólo disimbolas, si­no, en ocasiones, diametralmente opues­tas. Quiero decir con esto que no hay reglas universales cuando de eutanasia se escribe.Por lo anterior, cuando se habla de morir con sufrimiento, no hay otra es­cuela más que la de los hospitales. Ahí se aprende que el sufrimiento de los pa­cientes terminales es más que la vida mis­ma y que la eutanasia activa puede ser una solución. Ahí se sufre con quien muere y no muere. Al lado del enfermo terminal emergen realidades impensadas y que no se enseñan en los pupitres. No son extraños los diálogos entre médicos para saber “hasta dónde vale la pena”.Decidir por la eutanasia activa, puede im­plicar, en un sólo instante todo tipo de contradicciones: entre familiares, entre médicos, con la religión, con el derecho penal, y por supuesto, con el mismo paciente. A futuro, el reto radica en encon­trar los caminos en donde se especifique quien desea bien morir.No es casual que el incremento en la biotecnología haya avi­vado la conciencia societaria en torno al cómo fallecer. Cada vez se muere menos en el hogar y se sufre más en las salas de los hospitales, sobre todo en aquéllas des­tinadas a los enfermos de terapia inten­siva. Quien en ellas se ha sentado sabe que el tiempo ha perdido su valor y que los días tienen 25 horas. Quien enferma y luego muere tras haber pasado 15 días o más en estas unidades conoce el signifi­cado del sufrimiento. De los largos tubos y de los monitores de hierro y luces rojas, de esos que no sienten frío. Quien afuera espera, con pena y dolor de corazón y conciencia, sabe, sólo él, que a veces se desea la muerte del ser querido. Para que ya no sufra, para que se olviden las cor­tadas y el dolor moral producto de la denigración cotidiana. Porque hay oca­siones que la muerte alivia.

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