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Canon

Nunca he querido recibir ni un centavo de eso que llaman regalías. Ni registrar nada, pero no es de eso de lo que quiero hablar, sino de que, según las nuevas disposiciones europeas y si nos descuidamos mundiales, si usted quiere leer a su autor favorito pero no quiere comprar su libro, de nada le servirá pedirlo en una biblioteca: le cobrarán a usted un canon (bonita palabra). En el caso de autores poco leídos no sé para que se usarán esos centavos, suponiendo que alguien pida sus libros en la biblioteca, porque es seguro que ellos seguiran sin recibir regalías. Pero comprendo que su caso no es representativo. En el caso de Vargas Llosa o García Márquez supongo que esos autores recibirán una mísera parte de esas míseras entradas. No creo que eso altere mucho la economía de estos escritores y ni siquiera la de sus editores y agentes literarios, pero probablemente desalentará a los ansiosos buscadores de sus obras que no puedan pagar los bonitos precios de mercado de esos bonitos libros.
Esta delirante medida me parece un claro síntoma del desconcierto de nuestras actuales sociedades de mercado ante la cultura, incluyendo la cultura de masas (ver Esto no es música de José Luis Pardo). Los gobiernos proclamadamente democráticos tienen que declarar necesariamente que fomentan la cultura para todos, y especialmente la lectura para todos, pero esos todos, gracias a la tecnología moderna, empiezan a tomárselo en serio por lo menos en lo que se refiere a la música (pop) para todos. Y entonces los gobiernos tienen que matizar: “Para todos-todos, no; para todos los que paguen”. Los gobiernos no pueden hacer unas leyes (o cánones) que protejan únicamente a las multimillonarias discográficas o a las multimillonarias grandes estrellas de la canción, que de todas formas no van a pasar mucha hambre (cosa que sería demasiado visible), así que tienen que generalizar, aunque evidentemente esto les interesa un comino, y castigar también a quien quiera leer gratis a un desconocido. Lo que yo no he entendido nunca es que los escritores apoyen estas políticas: que por no perder una porción, seguramente mínima, de sus ganancias, acepten que se castigue a quien quiera leerlos gratis. Pero todo parece indicar que es que yo estoy muy fuera de moda: en el mundo intelectual no he encontrado prácticamente a nadie que esté de acuerdo conmigo, por eso no soy intelectual.
Bastantes años antes de que se pensara en el moderno y modernizado canon en cuestión, yo había intentado subversivamente “editar” algunas publicaciones, imprimiéndolos y encuadernándolos en casa con una computadora como la de todo el mundo, una impresora como la de todo el mundo y unas pocas herramientas rudimentarias. Para regalarlos, por supuesto. En la pág. 6, como es de ley, llevaban este “anticopyright”: “Este libro no se cobra, como no se cobra una palabra dicha a alguien o a todos. Puede citarse, copiarse, usarse y prestarse libremente, siempre que no se cobre a su vez por ello, sin más limitación que el respeto a la dignidad del autor, de su nombre, de su personalidad y de sus ideas.”
Me hago la ilusión de que empieza a despertarse (perezosamente, confesémoslo) una conciencia de esta mala conciencia en nuestras sociedades. Dentro de mi provebial falta de información, puedo recomendar algunas lecturas que he hecho recientemente y que me parecen echar alguna luz sobre estas cuestiones: A la sombra de los libros de Fernando Escalante (México, El Colegio de México, 2007); el ya mencionado libro de José Luis Pardo (Barcelona, Galaxia Guntenberg, 2007); Privatizar la cultura, de Chin-tao Wu (Madrid, Akal, 2007). Y de paso la película de Michael Moore, Sicko, que habla paralelamente de una salud no para todos-todos, sino sólo para los que paguen (muchísimo).

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