Vulnerabilidad es la palabra más utilizada para definir a los regímenes democráticos: “al ser sociedades abiertas y libres son más vulnerables al terrorismo”. La falacia de esta frase lleva implícita la alternativa de un Estado-guerra que sacrifique la autonomía y la libertad de la gente por un poco de más seguridad. Todo ello sin perder el envoltorio de la democracia. Ya sabemos la clase de libertad que reparten en las democracias, pero la vulnerabilidad tiene raíces más profundas y conviene recordar qué hace vulnerable a la sociedad tecnológica. Es como narrar la historia del Progreso pero al revés.
Seguro que cualquiera en el siglo XVIII no necesitaba de ningún transporte cercano para ir a trabajar y ganarse el sustento, o para volver a casa a descansar. En plena sociedad mercantil los dominios del capital era los que ejercían los mercaderes en la compra-venta de mercancías. La organización del trabajo era cosa de artesanos, campesinos y sirvientes, que solían -aunque fueran miserables- disponer de algunos medios de subsistencia propios (huertos, ganado en los corrales, caza y pesca, etc.) para no depender totalmente del “vil metal”. La proximidad es fruto de la sabiduría popular, por lo que vivían al lado de donde trabajaban. Las ciudades no llegaba a los 100.000 habitantes a principios del siglo XVIII, los viajeros y carruajes ocupaban sus calles y el paisaje urbano estaba salpicado de huertos, gallineros y chiqueros. Las relaciones de dominación en la sociedad mercantil eran muy duras, a caballo entre la servidumbre de la población rural y los primeros trabajos asalariados de las ciudades, pero en general, la gente gozaba de una mayor autonomía e independencia para satisfacer sus necesidades, o lo que es lo mismo, eran menos vulnerables que en la actualidad por mucho que se empeñe en decir lo contrario la Historia, escrita como siempre por los vencedores.
A mediados del siglo XIX, la pujante sociedad industrial introdujo la máquina y la fábrica en el proceso de producción. El mercader convertido en capitán de industria comienza por arrebatar la organización del trabajo a los artesanos, maestros y oficiales, dejándola en manos de los ingenieros, cercenando la autonomía del trabajador para hacerle depender del ritmo que impone la máquina. Los bienes comunales y los accesos a los medios de subsistencia son cercados casi definitivamente, y los campesinos emigran a las ciudades obligados a proletarizarse: millones de personas pasan a depender exclusivamente de un salario con el que sobrevivir. La ciudades crecen y para desplazarse al trabajo la gente tiene que coger el tren, el metro y más tarde en el siglo XX el coche. La proximidad se cambia por la movilidad motorizada, lo que hace aún más dependientes o vulnerable a las personas.
La ciudad de la sociedad industrial necesita de grandes infraestructuras para ser alimentada y depurar sus nocividades, y así cumplir con su función principal de gran fábrica reproductora de mano de obra. El agua, la energía, los alimentos, los materiales ya no están accesibles y hace falta transportarlos, al igual que a los trabajadores que viven hacinados en suburbios verticales. La dependencia de un mundo mecanizado es perceptible en la sociedad industrial y por lo tanto la vulnerabilidad aumenta. Los objetivos prioritarios de los bombarderos en las guerras del siglo XX son las infraestructuras.
Después de la segunda guerra mundial, con los avances de la automatización en la producción de mercancías y servicios, los procesos de informatización y las innovaciones en el campo de las telecomunicaciones, la sociedad industrial deviene en sociedad tecnológica (de la información o en red como también la definen). Si el capitalismo en su etapa mercantil era el mercado quien fijaba las relaciones de dominación y en la sociedad industrial hacían lo propio, la máquina y la fábrica, en la sociedad tecnológica, la conexión es la palabra clave. El aparato tecnológico ha logrado imponer la interconectividad, y por tanto, la dependencia de la gente con respecto a la tecnología para poder vivir. Y si no estás conectado, estás excluido, muerto. Cualquier fallo, sabotaje o acto de terrorismo en elementos esencias de la interconexión supone un fallo en cadena. Hay un apagón eléctrico en una gran ciudad y deja de funcionar el transporte público, los ascensores, los electrodomésticos, las potabilizadoras y depuradoras de agua, etc. Cualquier sistema de transporte se convierte en arma de destrucción masiva: los aviones en el 11 de Septiembre y los trenes en el España.
La sociedad tecnológica es la más vulnerable de las conocidas, aunque el consumo y la parafernalia de la seguridad en una pequeña parte del planeta den la sensación de lo contrario. La dependencia del dinero hace vulnerable a gran parte de la sociedad pues ni el techo ni la alimentación están asegurados; un futuro robado por la degradación del medio ambiente nos hace más vulnerables a las catástrofes, los accidentes y a las enfermedades; la ciudades en las que viven más de la mitad de la población mundial tienen millones de instalaciones proclives a objetivos terroristas, por lo que a pesar de la progresiva militarización de estos enclaves, la ciudad es muy vulnerable.
El dominio tecnológico es como el genio de la lámpara, una vez liberado anda suelto. La vulnerabilidad se agranda en la sociedad tecnológica por las mutaciones provocadas en los comportamientos individuales, que giran entre la explosión del desorden y una nueva servidumbre voluntaria basada en la auto-realización del individuo.
Taller de Producciones Subversivas
Seguro que cualquiera en el siglo XVIII no necesitaba de ningún transporte cercano para ir a trabajar y ganarse el sustento, o para volver a casa a descansar. En plena sociedad mercantil los dominios del capital era los que ejercían los mercaderes en la compra-venta de mercancías. La organización del trabajo era cosa de artesanos, campesinos y sirvientes, que solían -aunque fueran miserables- disponer de algunos medios de subsistencia propios (huertos, ganado en los corrales, caza y pesca, etc.) para no depender totalmente del “vil metal”. La proximidad es fruto de la sabiduría popular, por lo que vivían al lado de donde trabajaban. Las ciudades no llegaba a los 100.000 habitantes a principios del siglo XVIII, los viajeros y carruajes ocupaban sus calles y el paisaje urbano estaba salpicado de huertos, gallineros y chiqueros. Las relaciones de dominación en la sociedad mercantil eran muy duras, a caballo entre la servidumbre de la población rural y los primeros trabajos asalariados de las ciudades, pero en general, la gente gozaba de una mayor autonomía e independencia para satisfacer sus necesidades, o lo que es lo mismo, eran menos vulnerables que en la actualidad por mucho que se empeñe en decir lo contrario la Historia, escrita como siempre por los vencedores.
A mediados del siglo XIX, la pujante sociedad industrial introdujo la máquina y la fábrica en el proceso de producción. El mercader convertido en capitán de industria comienza por arrebatar la organización del trabajo a los artesanos, maestros y oficiales, dejándola en manos de los ingenieros, cercenando la autonomía del trabajador para hacerle depender del ritmo que impone la máquina. Los bienes comunales y los accesos a los medios de subsistencia son cercados casi definitivamente, y los campesinos emigran a las ciudades obligados a proletarizarse: millones de personas pasan a depender exclusivamente de un salario con el que sobrevivir. La ciudades crecen y para desplazarse al trabajo la gente tiene que coger el tren, el metro y más tarde en el siglo XX el coche. La proximidad se cambia por la movilidad motorizada, lo que hace aún más dependientes o vulnerable a las personas.
La ciudad de la sociedad industrial necesita de grandes infraestructuras para ser alimentada y depurar sus nocividades, y así cumplir con su función principal de gran fábrica reproductora de mano de obra. El agua, la energía, los alimentos, los materiales ya no están accesibles y hace falta transportarlos, al igual que a los trabajadores que viven hacinados en suburbios verticales. La dependencia de un mundo mecanizado es perceptible en la sociedad industrial y por lo tanto la vulnerabilidad aumenta. Los objetivos prioritarios de los bombarderos en las guerras del siglo XX son las infraestructuras.
Después de la segunda guerra mundial, con los avances de la automatización en la producción de mercancías y servicios, los procesos de informatización y las innovaciones en el campo de las telecomunicaciones, la sociedad industrial deviene en sociedad tecnológica (de la información o en red como también la definen). Si el capitalismo en su etapa mercantil era el mercado quien fijaba las relaciones de dominación y en la sociedad industrial hacían lo propio, la máquina y la fábrica, en la sociedad tecnológica, la conexión es la palabra clave. El aparato tecnológico ha logrado imponer la interconectividad, y por tanto, la dependencia de la gente con respecto a la tecnología para poder vivir. Y si no estás conectado, estás excluido, muerto. Cualquier fallo, sabotaje o acto de terrorismo en elementos esencias de la interconexión supone un fallo en cadena. Hay un apagón eléctrico en una gran ciudad y deja de funcionar el transporte público, los ascensores, los electrodomésticos, las potabilizadoras y depuradoras de agua, etc. Cualquier sistema de transporte se convierte en arma de destrucción masiva: los aviones en el 11 de Septiembre y los trenes en el España.
La sociedad tecnológica es la más vulnerable de las conocidas, aunque el consumo y la parafernalia de la seguridad en una pequeña parte del planeta den la sensación de lo contrario. La dependencia del dinero hace vulnerable a gran parte de la sociedad pues ni el techo ni la alimentación están asegurados; un futuro robado por la degradación del medio ambiente nos hace más vulnerables a las catástrofes, los accidentes y a las enfermedades; la ciudades en las que viven más de la mitad de la población mundial tienen millones de instalaciones proclives a objetivos terroristas, por lo que a pesar de la progresiva militarización de estos enclaves, la ciudad es muy vulnerable.
El dominio tecnológico es como el genio de la lámpara, una vez liberado anda suelto. La vulnerabilidad se agranda en la sociedad tecnológica por las mutaciones provocadas en los comportamientos individuales, que giran entre la explosión del desorden y una nueva servidumbre voluntaria basada en la auto-realización del individuo.
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