Por Rebeca Jiménez
El camión avanzaba con lentitud entre el calor espeso de la tarde. Las ventanas abiertas no dejaban entrar aire fresco, solo un soplo ardiente que pegaba en la piel y hacía sudar la espalda. Nuria miraba por la ventanilla sin ver nada. Elba, sentada a su lado, notó que su amiga estaba más callada que de costumbre.
—¿Qué te pasa? —preguntó en voz baja, como si temiera interrumpir un pensamiento demasiado íntimo.
Nuria dudó un instante, pero el cansancio de sus propios silencios la empujó a hablar.
—Es Fernanda —murmuró—. Una de las niñas.
Elba arqueó una ceja, intrigada. Nuria no solía hablar de los niños, al menos no con ese tono grave, casi tembloroso.
—Es distinta… no sonríe nunca, no habla. Tiene algo raro… no se como explicarte. Obedece, hace sus trabajos, pero nunca juega ni se mezcla con los demás. Y cuando se acerca a mí… —Nuria se estremeció, llevándose una mano al cuello— siento un frío recorriéndome la espalda. Sus manos… Elba, sus manos estan heladas.
Elba la miró incrédula, casi divertida.
—Ay, Nuria, a veces exageras. Los niños son raros, nada más.
Pero Nuria negó con la cabeza, seria.
—No, no es eso. He dado clases más de diez años, y nunca sentí algo así. A veces, cuando ella está detrás de mí, siento como si me vigilara con unos ojos que no miran nada. Y lo peor es que cuando me toca… me invade una especie de vacío, como si me arrancara algo de adentro.
Elba guardó silencio. El pesero frenó de golpe y ambas se sacudieron en sus asientos. Nuria respiró hondo, como si quisiera expulsar un miedo que le apretaba el pecho.
—Su madre también me inquieta —añadió después de un largo silencio—. Llega puntual todos los días, deja a Fernanda en la puerta y se marcha con llorando sin decir una palabra. Nunca pregunta por su hija, nunca busca conversar como lo hacen las demás. Apenas asiente y se va. Como si… como si no quisiera quedarse mucho tiempo.
Elba sintió un escalofrío.
—Pero la niña está en la lista, ¿no? —preguntó, queriendo anclar la charla a lo racional.
—Sí, claro que sí. Su nombre está ahí, con los demás. —Nuria bajó la voz, insegura—. Pero dime, Elba, ¿eso qué garantiza? Los nombres también pueden sobrevivirnos.
Nuria bajó un poco la voz, como si temiera que alguien más la escuchara en el pesero atiborrado. Le dijo a Elba que lo más extraño no era el silencio de Fernanda, ni sus manos frías, sino que los demás niños nunca se acercaban a ella. La miraban, sí, de reojo, con una atención inquietante, como si supieran algo que los adultos habían olvidado. “Los niños ven cosas que nosotros ya no”, murmuró, y al decirlo se estremeció, como si la frase no hubiera salido de ella sino de un lugar más hondo, más oscuro.
El pesero arrancó con un rugido metálico. Afuera, la tarde ardía como un horno. Dentro, Nuria se quedó mirando sus propias manos, pálidas, temblorosas, se despidió y se levanto para bajarse en la siguiente parada.
Por un instante, Elba creyó sentir una mano pequeña y fría sobre la suya, y luego sintió como si alguien invisible se hubiera sentado a su lado.
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