Por Terrornauta
Transcipción de la carta de Maria del Carmen Aragón a su hermana Agustina, San Rafael, 1897
Queridisima Hermana:
Tu bien sabes que no soy una mujer supersticiosa. Fuimos criadas con firmeza en el colegio de las josefinas, y ya luego he trabajado como institutriz en casas decentes. Por eso me avergüenza confesarte que he cometido una imprudencia. No por ignorancia, sino por soberbia. Por pensar que el saber escrito es superior al saber de la tierra.
Todo comenzó cuando me ofrecieron una habitación en la nueva casona del señor Ibarrola, en la naciente colonia San Rafael. La construcción era moderna, con molduras afrancesadas y pisos de madera traída de Veracruz. Pero aún se respiraba el olor a humedad de la antigua huerta que allí existió. Dicen que antes, mucho antes, fue tierra comunal. Que había ahí una capilla perdida y un pozo profundo, cubierto por los árboles.
Yo no vi pozo alguno, pero sí árboles. A los niños del barrio les gustaba treparlos. Eran salvajes. Mestizos. Revoltosos. Les gritaban cosas a los albañiles y a mí me dejaban muñecos de trapo en las escaleras. Una vez, uno me dejó una piedrita pintada con la forma de un ojo. La tiré.
Después de eso, empezaron los ruidos. Pisadas diminutas en la azotea. Golpecitos en el piano. Llamados suaves, como si alguien me hablara desde el tragaluz. Pensé en ratas. O peor: en los niños.
Pero una noche, escuché la risa. Una risa aguda, imposible. Y luego otra. Y otra. Venían del ropero. Cuando abrí la puerta, encontré un zapato pequeño, de esos que ya no se usan. Era viejo. De cuero gastado. No estaba ahí antes.
Quise dejar el cuarto. Pero el señor Ibarrola me dijo que ya nadie quería hospedarse ahí. Que era solo el viento. Que los techos crujen. Que la colonia aún está en construcción. Pero su mirada tenía un temblor que desmentía sus palabras.
Empecé a dejar sal en las esquinas, como hacía mi abuela en Michoacán. También recé. Pero no sirvió.
Una noche vi a uno.
No era un niño. Tenía el tamaño de uno, sí, y una cara redonda como la luna, pero sus ojos estaban negros, sin fondo. Llevaba el mismo zapato que había encontrado, y en su mano cargaba una rama rota, como si fuera un bastón de juguete. Me miró. Sonrió. Y desapareció. Sin moverse. Solo se borró.
Desde entonces, veo más. Nunca muchos. De uno en uno. Caminan en silencio. Me miran. A veces ríen. Me han llevado cosas: agujas, rosarios, cartas. He intentado hablarles. Pedirles que se vayan. Pero ellos no lo hacen. .
La señora lavandera me dijo que en esa tierra los antiguos dejaban ofrendas para los pequeños que cuidan las puertas. Que si se les olvida, se enojan. Que si los ignoras, te siguen.
No sé si fue olvido o desprecio lo que cometí. Pero ya es tarde. Me iré de aquí, si Dios me lo permite. Aunque algo me dice que ellos me seguirán.
Hay noches en que sueño con un pozo que no está en ningún lado. Y escucho, desde abajo, la risa de muchos. Una risa que se escucha vieja.
Me despido de ti querida hermana, espero verte pronto en la casa de nuestros padre, pide por mi en tus oraciones.
Maria del Carmen Aragón.
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