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HISTORIAS PERDIDAS La marimba de Don Armando

El Perrochinelo, perro callejero y cronista de banqueta

La neta, pa’ que se entienda desde el principio: Don Armando y el Sergio eran dos carnales que nomás se la rifaban jalando una marimba tan grandota que parecía que cargaban un ropero con teclas. No tenían troca, ni diablito, ni nada, puro lomo y aguante. Así, a pie, iban rodando por las colonias, pasando por calles donde la banda ya ni se acuerda si pasa la basura o no, pero ahí se escuchaba la marimba, maciza y alegre, como si los árboles secos de la banqueta de repente florecieran.

—Ora, don Armandito, échele la de Veracruz —le gritaba una doñita desde su puesto de garnachas, limpiándose la mano grasienta en el mandil.

—Va que va, patrona, pero coopere con algo, ¿no? Que el Sergio también traga —respondía él, con una sonrisa de esas que ya traen arrugas tatuadas.

Y zas, que empieza a darle con las baquetas, el Sergio de un lado, Armando del otro, moviéndose como si fueran cirujanos de la música. Los vecinos que iban saliendo de chambear, con la jeta cansada y la camisa pegajosa de sudor, se quedaban un ratito escuchando, echaban veinte baros y seguían. Los niños eran los más clavados: asomados por las ventanas, observando todo, los ojos como platos.

Lo mágico de Don Armando era que sabía qué tocar pa’ cada ocasión. Si hacía frío, se aventaba un danzón bien calientito, pa’ que se olvidara el aire helado que raspa la garganta. Si el día andaba gris, con nubes de esas que parecen smog hecho bola, salía con un son bien sabroso, que hasta los perros callejeros dejaban de ladrar pa’ escucharlo. El viejo parecía brujo, carnal: acomodaba el ritmo pa’ curar la tirada de la calle, como si sus baquetas fueran sahumerios.

—Don Armandito, ¿cómo le hace pa’ saber qué rola echarse? —le preguntó un morro cholo una vez, todo tatuado, fumándose un Delicados.

—Pos fácil, mijo —contestó el viejo, sin dejar de pegarle a la madera—, la calle me lo chismea, nomás hay que saber escucharla.

La banda se reía, pero algo de cierto había, porque hasta los más amargados se les ablandaba el corazón con la música. Viejos que ya no salían ni a la tienda, nomás bajaban por escuchar la marimba, y hasta los morros que andaban grafiteando la esquina pausaban pa’ echarse un “qué rolón, jefe”.

Pero lo que más gozaba Don Armando eran los chamacos. Neta, cuando veía esas caritas de “a ver qué sigue”, sus ojotes abiertos como si estuvieran mirando magia, se le iluminaba la cara. Pa’ él, la chamba valía más por esas miradas que por los veinte pesos mal doblados.

Sergio, que todavía era de los cincuentones, lo sabía y se lo echaba en cara:

—Don, usted nomás toca pa’ los morrillos, ¿eh? Si fuera por usted, regalaba la música.

—Y qué, mijo, ¿a poco no ve cómo se les llena el alma? Mira sus caras, ahí es donde debe llegar la música.

La vida seguía, las calles igual de ruidosas, los cables colgando como lianas, los camiones echando humo. Pero la marimba, carnal, esa sonaba distinto, como si abriera un paréntesis en el desmadre de la ciudad.

Y aunque todos sabían que Don Armando ya andaba rondando los setenta y tantos, nadie lo veía viejo. Pa’ la banda siempre se escuchaba igual, con las mismas manos rápidas, con la misma sonrisa de barrio. Había quien decía que la marimba lo mantenía joven, como si cada golpe de baqueta le sacara años de encima.

Una vez, un chavo de secundaria que siempre iba a escucharlo le soltó:

—Oiga, don, ¿y si un día ya no está, qué va a pasar?

El viejo nomás lo miró, se acomodó la gorra sudada y dijo:

—Mijo, mientras haya quien recuerde este son, yo no me voy.

Y siguió tocando.

Porque aunque la vida en la ciudad esté cabrona, con calles rotas, jefes explotadores y sueños aplastados, siempre hay algo que suena más fuerte: la marimba de Don Armando, haciendo que hasta el silencio se ponga a bailar.

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