Por TPS
Érase una vez en la Ciudad de México un chef francés tan refinado que se limpiaba la boca con servilletas de lino incluso cuando bostezaba. Mandaba en uno de esos restaurantes donde una orden de sopa cuesta lo mismo que el salario mensual de un obrero, y donde el mesero siempre te mira con lástima si pides agua simple.
Este chef tenía una obsesión: crear el taco perfecto. No el del puesto de la esquina que te salva a las tres de la mañana, sino un taco molecular, preparado con más pipetas que cucharas, y con más humo de nitrógeno que de trompo al pastor.
Como buen iluminado, se disfrazó de mortal y salió a recorrer la ciudad en busca del secreto. Probó tacos de suadero que chisporroteaban como pecadores en el infierno, tacos de carnitas que parecían lubricados con aceite de motor, y tacos de guisado servidos en tortillas tan delgadas que parecían papel biblia. Lo apuntó todo en su libreta con la solemnidad de un misionero.
Después de meses de investigación, encerrado en su cocina clínica, logró destilar lo que él llamó “la quintaesencia del taco”: un líquido transparente, sin olor, sin color y, como luego descubriría, sin chiste.
Lo presentó en una gala para millonarios aburridos. Con orgullo, ofreció a su gerente una degustación de su hallazgo. El hombre probó, tragó, y dijo con cara de funeral:
¡Esto sabe a aire¡ Tráiganme mejor unas tortillas, un buen chicharrón con gordito y una salsa bien picosa.
El chef, entre lágrimas y vapores de nitrógeno, comprendió al fin la gran verdad que tanto había esquivado: que el taco no es perfección química ni fórmula secreta. Es grasa, ruido, salsa que pica hasta el orgullo, tortillas calientes y taqueros que conocen el alma de sus clientes.
Moraleja:
Quien intenta refinar lo popular hasta volverlo exclusivo, termina sirviendo nada en plato caro.
Comentarios