El que se pierde para llegar
Caminé calles conocidas,
viejas arterias de la ciudad,
pero sus nombres eran otros,
sus esquinas torcían la memoria
como espejos gastados en la niebla.
Buscaba el umbral,
la puerta donde tus huellas
aún ardían en el polvo,
el lugar donde mi sombra
podría encontrar a la tuya
y ser, al fin, reconocida.
Pero el tiempo tejió máscaras
en cada muro,
y las ventanas que me miraron de niño
hoy parpadean con ojos ciegos.
Perdí el rumbo mil veces
para saber si al perderme
llegaba a ti.
Porque a veces,
para encontrar,
hay que andar sin mapa,
sin brújula,
con el deseo desnudo en la garganta.
Y tú también caminas,
por calles paralelas,
cargando la misma pregunta sin forma,
el mismo temblor escondido
bajo las palabras que nunca decimos.
La ciudad se pliega sobre sí misma,
como un libro que teme ser abierto,
y el instante de hallarnos
se estira,
largo, frágil,
como el último aliento antes del salto.
Cuando al fin llego a la puerta
la tensión cuelga del marco,
como un abrigo olvidado
en una casa vacía.
Sé que estás detrás.
Lo sé porque el aire huele a ti,
a duda,
a promesa retenida.
Los relojes de la noche
detienen su marcha,
y la espera es un animal dormido
que respira lento entre nosotros.
Nadie se atreve.
Ni tú ni yo.
El primer paso es un abismo,
un fuego posible,
y arder da miedo
cuando uno ha caminado tanto
para llegar hasta aquí.
Pero sé que basta un susurro,
una grieta en el muro del silencio,
para que el mundo se abra
y la noche se incline
a escucharnos.
Y entonces —quizá—
la espera acabe,
el tiempo vuelva,
y nosotros también.
OA
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