Por Rebeca Jiménez
A los once años, Paty decidió que el mundo le debía algo. No sabía exactamente qué, pero lo presentía con la fiereza infantil con la que se intuyen las pérdidas aún antes de sufrirlas. Tal vez fue esa tarde en que su madre la obligó a usar un vestido rosa con olanes que odiaba, o el día en que su padre prefirió irse a jugar dominó que escuchar sus quejas del colegio. Desde entonces, en lo más hondo de su alma, Paty se atrincheró.
Creció como se crecen las plantas a la sombra: torcidas hacia lo que no llega. Su adolescencia fue un inventario de desdenes: no bailó en las fiestas, no aceptó a los chicos que la buscaron con torpeza sincera, no perdonó a su hermana por ser más bonita ni a su mejor amiga por enamorarse antes. Nada era suficiente. Nada merecía su alegría. El mundo estaba mal, y ella era su testigo incorruptible.
A los treinta, se casó con un hombre que consideraba inferior a ella, porque todos lo eran. Lo eligió con cálculo, como quien escoge un abrigo para el invierno sin intención de quererlo. Le dio hijos con el mismo desdén con el que se limpia el polvo: por obligación. Y con el tiempo, también les reprochó a ellos no ser lo que imaginó, no agradecer lo suficiente, no entenderla.
La vida le ofrecía pequeñas treguas —una canción que le gustaba, una tarde de lluvia que le limpiaba la frente, un gesto amable de alguien inesperado—, pero ella las dejaba pasar como se deja pasar a un vendedor molesto por la puerta apenas entreabierta.
La juventud se le escurrió como agua tibia entre los dedos. Los años se acumularon con la pesadez de lo no vivido. Cada década, Paty encontraba nuevas razones para justificar su amargura: la suegra entrometida, el jefe injusto, la amiga traidora, el cuerpo que envejecía, la espalda que dolía. Siempre había alguien, algo, que fallaba.
Nunca fue infeliz del todo. Era algo más áspero: fue rencorosa, escéptica, vigilante de la felicidad ajena como un centinela que vigila que nadie tenga lo que ella no se permitió.
Y entonces, a los ochenta años, despertó una mañana con el cuerpo aún vivo, pero con los recuerdos agujereados por tanto juicio y tanto reproche. Fue al baño, se miró en el espejo sin temor ni nostalgia, y por primera vez no vio a una víctima, sino a una mujer que había gastado su vida como se gasta un cuchillo: para defenderse de todo lo que podría haberla herido… o hecho feliz.
Sentada junto a la ventana, con la luz de la tarde acariciándole las rodillas, comprendió de golpe que el mundo nunca había sido el enemigo. Que nadie tenía la obligación de ser como ella quería. Que vivir no es asegurarse de tener razón, sino atreverse a no tenerla, y aún así reírse, bailar, amar.
Y lloró. No por los años que se habían ido, sino por los que no vivió. Por los besos no dados, los errores no cometidos, las carcajadas sofocadas. Por el amor que rechazó porque no venía envuelto en perfección. Lloró sin dramatismo, sin culpa, como se llora cuando ya no se espera consuelo.
Después se sirvió un café y salió al patio. Las gardenias estaban abiertas. Nadie la esperaba, nadie le debía nada. Por fin, y aunque fuera tarde, lo entendía: la vida se había ofrecido mil veces, y ella la había dejado en visto. La culpa no era del mundo.
Era de su miedo a no controlar lo que podía haberla hecho feliz.
Y aun así, esa tarde —la primera sin rencor en ochenta años— fue también la más viva de todas.
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