Por Félix Ayurnamat
En pleno siglo XXI, el desnudo femenino en el arte ya no se limita a la piel. Ha dejado de ser un simple acto de exhibición epidérmica para convertirse en una herramienta afilada: bisturí simbólico que abre en canal los discursos sobre identidad, poder y representación. Y es que el cuerpo, ese viejo lienzo de pasiones y prejuicios, ha aprendido a hablar. O mejor dicho: a protestar.
Atrás quedó la mirada pasiva del espectador “hombre” contemplando cuerpos femeninos idealizados como si fuesen fruta madura en naturaleza muerta. Hoy, el cuerpo desnudo femenino se presenta como escenario de lucha y afirmación, como manifiesto encarnado. Joan Semmel lo entendió antes que muchos. Esta pintora neoyorquina, con pincel firme y espejo sin filtros, convirtió su propio cuerpo en territorio de insurgencia. Desde los años 70, sus autorretratos cuestionan la objetivación con una estrategia simple y demoledora: mirar desde dentro. Ella no pinta cuerpos para ser deseados, sino cuerpos que se miran a sí mismos, con arrugas, cicatrices y dignidad. "Estar dentro de la experiencia femenina", dice Semmel, "y tomar posesión de ella culturalmente". Tan sencillo y tan subversivo como eso.
En México donde el cuerpo femenino ha sido durante siglos propiedad ajena —del arte, de la religión, de la política—, Carol Espíndola elige el collage y el autorretrato para romper espejos y construir otros nuevos. En "La corteza de Venus", pone al tiempo y a la carne en el mismo encuadre, desafiando con elegancia brutal los estereotipos de belleza. Y en "El origen de la mujer", su lente se mezcla con la anatomía y la evolución para dejar claro algo incómodo: la ciencia también ha tenido sus puntos ciegos. Especialmente cuando se trata de mujeres.
Por su parte, Laura Aguilar —fotógrafa chicana, lesbiana, con sobrepeso y ferozmente honesta— llevó el desnudo más allá del pudor y la estética. Sus imágenes son geografía emocional: cuerpos que no piden permiso, que no buscan encajar, que simplemente están. Sus autorretratos y retratos colectivos rompen con la jerarquía habitual entre quien mira y quien es mirado. Aquí no hay voyeurismo, hay comunidad. Hay verdad.
En Europa, Victoria Diehl mezcla lo antiguo y lo nuevo con la precisión de una cirujana del símbolo. Esculturas clásicas y fotografía contemporánea se funden en imágenes que parecen salidas de un sueño freudiano: cuerpos eternos atrapados en un instante moderno. El resultado es una extraña belleza que incomoda y fascina, donde el desnudo ya no es ideal, sino interrogante.
Y luego está la exposición "Desnudos. Cuerpos normativos e insurrectos en el arte español (1870-1970)", que tuvo lugar en el Museo Carmen Thyssen de Málaga. Allí, entre censuras políticas y sotanas inquisidoras, el cuerpo logró abrirse paso como caballo de Troya de la modernidad. A veces suave, a veces escandaloso, el desnudo en el arte español fue testigo de una batalla sorda entre represión y vanguardia.
Estas obras y artistas no solo exponen pieles; revelan capas más profundas. Nos muestran que el cuerpo, en manos del arte, puede ser manifiesto, refugio o arma. La gran pregunta —como artista y como ser humano— sigue siendo: ¿cómo seguir desnudándonos sin repetir las viejas fórmulas? ¿Cómo usar el cuerpo como espejo colectivo y no como mercancía de siempre?
El arte del desnudo en este siglo no se limita a mostrar. Aspira a decir. Y, a veces, a gritar. Por eso, más que mirar estas obras, conviene dejar que nos miren. Tal vez entonces entendamos que el cuerpo ajeno, lejos de ser objeto, es otra forma de decir "yo también soy".
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