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INVENTARIOS DEL VACÍO: El eco de los ausentes

 Por Luis B.

La habitación estaba vacía, pero algo se escuchaba. Era un sonido leve, como el eco de un susurro, que llenaba los espacios entre los muebles minimalistas y las plantas artificiales que nunca necesitaban agua. Jaime, sentado en el centro, contemplaba el proyector holográfico sobre la mesa. Su diseño era elegante, casi imperceptible, una esfera negra mate que parecía absorber la luz. Era tan común como un televisor en la década pasada, pero para Jaime, aquella máquina era una paradoja: un puente hacia el pasado y un muro frente al presente.

Suspiró y activó el dispositivo.

Primero surgió la luz, un brillo tenue que flotaba en el aire como niebla atrapada. Luego, las líneas comenzaron a delinearse: el rostro de su madre, tan vivo como si estuviera ahí, con la misma sonrisa que recordaba de las tardes de café. Vestía su suéter favorito, uno de lana gruesa que olía a lavanda y tabaco, y su mirada —esa mirada que siempre veía más allá de lo que decían las palabras— lo perforó como un recuerdo olvidado que regresaba sin permiso.

—Jaime, ¿otra vez trabajando hasta tarde? —preguntó la figura, inclinando ligeramente la cabeza.

Su voz no era un archivo. Era cálida, imperfecta, modulada por un algoritmo que aprendía del tono de su tristeza. Jaime no respondió de inmediato; en cambio, la observó con la misma mezcla de fascinación y culpa que había sentido la primera vez que la encendió.

El holograma de los fallecidos, una invención reciente de Somnium Labs, había revolucionado el duelo. Ya no era necesario llorar frente a una tumba o hablar al vacío; podías interactuar con ellos, recreados a partir de fotos, vídeos, patrones de voz y recuerdos compartidos. Sin embargo, no era un regreso, sólo una prolongación artificial de lo que ya no estaba.

—No trabajé mucho hoy, mamá —dijo al fin, forzando una sonrisa.

Ella se rió, una risa que era como un golpe suave en el pecho.

—¿Seguro? No tienes cara de haber descansado.

Jaime apartó la mirada. Había algo en esa perfección que lo perturbaba. Era como si el dispositivo supiera no solo lo que su madre hubiera dicho, sino también cómo habría sido en un universo donde todo estaba bien, donde la vida no se quebraba.

Mientras hablaban de trivialidades, Jaime notó cómo la luz de la tarde se filtraba por la ventana, proyectando sombras en la pared detrás del holograma. Sombras que no corresponden. Había algo profundamente inquietante en eso, en la falta de peso, de sustancia.

Más tarde, en la cocina, Jaime encontró el viejo molinillo de café que su madre había usado durante años. Lo sostenía entre las manos como un artefacto arqueológico, un testigo mudo de un tiempo en que la vida no podía ser editada ni rehecha. El aroma a café rancio seguía ahí, impregnado en la madera desgastada. Lo apretó contra su pecho y cerró los ojos, tratando de recordar cómo era llorar sin la esperanza de un holograma que te consolará.

La tecnología había transformado las ciudades en lugares más silenciosos. Las plazas estaban vacías de dolientes, las iglesias convertidas en museos. La muerte ya no era una separación absoluta, pero tampoco un alivio. Para Jaime, la ausencia ahora tenía forma y voz, pero carecía de alma.

Esa noche, invitó a Clara, su exesposa, a cenar. Habían roto meses atrás, en parte porque Jaime pasaba más tiempo con los hologramas que con las personas vivas. Pero Clara aceptó la invitación, quizá por nostalgia o por el eco de lo que alguna vez compartieron.

Mientras cenaban, el holograma de su madre se materializó sin aviso.

—Jaime, olvidaste apagarme otra vez —dijo con una sonrisa.

Clara dejó el tenedor en la mesa.

—¿Todavía la usas? —preguntó, con una mezcla de incredulidad y reproche.

Jaime no respondió. En cambio, miró a su madre, que permanecía de pie junto a ellos, sin comprender la incomodidad que había provocado.

—Ella está aquí porque yo no puedo dejarla ir —dijo Jaime finalmente, con un tono que era más confesión que excusa.

Clara lo observó en silencio. Luego se levantó y se acercó al holograma.

—Es hermosa —dijo, pero había algo en su voz que sonaba más a tristeza que a admiración.

La madre holográfica sonrió, pero era una sonrisa vacía, programada.

Cuando Clara se fue, Jaime apagó el proyector y el silencio llenó la habitación como un luto olvidado. Esa noche soñó con su madre, pero no como holograma. En el sueño, ella estaba difusa, como un dibujo al carboncillo que se borra con los dedos. La abrazó y sintió su peso, su calor, pero al despertar solo encontró el molinillo de café entre sus manos.

El dispositivo seguía ahí, listo para encenderse con un gesto. Pero Jaime no lo activó. Por primera vez, dejó que el vacío permaneciera, que el eco quedará sin respuesta.

La luz de la mañana entró tímidamente por la ventana, iluminando el molinillo sobre la mesa. Jaime lo giró entre sus manos y sonrió, no con alegría, sino con la paz que da aceptar que algunos recuerdos son irreemplazables porque están hechos, precisamente, de ausencia.

Y en ese instante, comprendió que lo perdido no siempre debía recuperarse.

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