Por Andrea Méndez
Hace unos días fui a ver un remake de una película que adoré en mi adolescencia. No voy a decir cuál, porque ya luego escribiré sobre ella. La original la veía una y otra vez, fascinada por la manera en que cada plano parecía capturar algo intangible: un estado de ánimo, una época, un momento que ya no se podía replicar. Y esa es, creo yo, la gran problemática de los remakes: tratar de repetir lo irrepetible.
Las películas clásicas no solo son historias contadas en pantalla; son productos de su contexto. ¿Cómo explicar, por ejemplo, el impacto visual y psicológico de Psicosis (1960) sin hablar de la era de represión y paranoia que marcó los años cincuenta? Hitchcock jugó con la censura, los tabúes y la narrativa para provocar una incomodidad que resonó profundamente en su audiencia. Cada plano, desde la ducha hasta el inquietante final en el sótano, está impregnado de las ansiedades colectivas de su tiempo.
Su remake puede imitar los encuadres, reconstruir el motel Bates o replicar el rostro vacío de Norman, pero no puede capturar la esencia histórica y psicológica que dio vida a la original. Al intentarlo, corre el riesgo de parecer una copia vacía, como una fotocopia de un cuadro clásico sin el aura del original.
Hay algo profundamente melancólico en pensar que un plano puede ser único. Pienso en el cine de Stanley Kubrick y la obsesión por el detalle en El resplandor. Cada encuadre, cada movimiento de cámara, es un elemento cuidadosamente orquestado para generar una atmósfera opresiva, una especie de claustrofobia psicológica que nos atrapa tanto como al pobre Jack Torrance. ¿Qué sentido tendría rehacer una película como esta? El lenguaje visual es tan específico, tan irrepetible, que cualquier intento de reconstrucción parecería un desproposito.
Personalmente siento que el impacto visual de una película no se limita a lo que vemos. Es una combinación de estímulos que afectan nuestra percepción, nuestras emociones y nuestra memoria. Un remake, por más técnicamente impresionante que sea, no puede replicar la conexión emocional original, porque esa conexión no se basa solo en la película, sino en el momento en que la vimos, quiénes éramos entonces y lo que necesitábamos de ella.
Es curioso que, como espectadores, a menudo pidamos remakes de las películas que amamos. Tal vez sea un intento de recuperar algo perdido: una época, una emoción, una conexión. Pero la psicología nos enseña que los recuerdos no son replicables. Cuando volvemos a ver algo que nos marcó, siempre lo hacemos desde un lugar diferente, y eso aplica tanto para el público como para los cineastas.
Al rehacer una película, sobre todo una clásica, los creadores inevitablemente proyectan sus propias ansiedades, expectativas y deseos contemporáneos en la obra. Esto no siempre es algo malo; a veces puede dar lugar a reinterpretaciones fascinantes. Pero más a menudo, las capas originales se pierden, reemplazadas por un barniz de nostalgia y un intento fallido de actualizar algo que no necesitaba ser actualizado.
Recuerdo claramente la primera vez que vi El libro de piedra, de Carlos Enrique Taboada. Era una tarde lluviosa, y la atmósfera de la película se me metió bajo la piel. Los encuadres sombríos, la luz natural que filtraba a través de las ventanas, la inquietante quietud del jardín… todo contribuía a una sensación de malestar que no he vuelto a sentir con ninguna otra película. Cuando oí rumores de que querían hacer un remake, sentí una especie de traición.
Al final, la nueva versión nunca logró capturar lo que hacía especial a la original: esa combinación única de limitaciones técnicas, sensibilidad artística y un contexto cultural que no podía trasladarse al presente.
No digo que todos los remakes sean innecesarios o malos. Algunos, como La cosa (1982) de John Carpenter, logran transformar el material original en algo completamente nuevo y relevante. Pero en general, creo que es mejor dejar que los clásicos permanezcan en su tiempo y espacio, como reliquias que podemos visitar y revisitar sin despojarlas de su esencia.
En un mundo donde todo parece estar a un clic de distancia, tal vez el verdadero reto sea aprender a valorar lo que ya tenemos, en lugar de intentar rehacerlo. Las películas, como los recuerdos, son únicas precisamente porque no pueden repetirse. Y eso, para mí, es parte de su magia.
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