Por TPS
La reciente victoria de Donald Trump no fue un evento que sorprendió al mundo como lo fue en 2016, pero sí genera una gran cantidad de preguntas sobre el rumbo de la democracia en Estados Unidos. Para muchos, su éxito parece contradictorio, ya que Trump representa todo lo que una sociedad democrática debería evitar: retórica xenofóbica, políticas restrictivas en materia de derechos para mujeres y minorías, y favoreciendo claramente a las élites económicas. Su victoria puede entenderse mejor si miramos más allá de la superficie, hacia las raíces de la frustración social y los cambios profundos que han transformado el panorama político estadounidense en las últimas décadas.
En primer lugar, es importante señalar que Trump capitalizó de manera hábil un sentimiento de descontento que ha estado creciendo en amplios sectores de la población estadounidense. La globalización, aunque ha traído beneficios, también ha generado desigualdades. En las últimas décadas, muchas industrias estadounidenses migraron hacia otros países en búsqueda de menores costos laborales, lo que dejó a miles de trabajadores sin empleo o con empleos mal remunerados. En el corazón de esta situación está el resentimiento de las clases trabajadoras hacia las élites políticas y económicas, quienes parecen no comprender ni atender sus problemas. Trump, a través de sus discursos, se presentó como una especie de "outsider" que retaría al "sistema" y a las élites, generando una falsa esperanza en aquellos sectores que se sienten abandonados.
Además, Trump supo tocar fibras profundas de una identidad estadounidense que, en su base, aún se identifica con una noción de supremacía nacional y desconfianza hacia lo extranjero. Su discurso de "Make America Great Again" apela a un nacionalismo que ve en la diversidad y en las políticas de inclusión una amenaza. Es interesante observar cómo los votantes de Trump, especialmente en las zonas rurales y en los llamados "cinturones industriales", vieron en él un defensor de sus valores tradicionales frente a un mundo que consideraban cada vez más ajeno. Para ellos, Trump no representaba "lo peor de la política", sino una vuelta a las "esencias" que, a su parecer, hicieron grande a los Estados Unidos.
En cuanto a sus posturas respecto a los derechos de las mujeres y las minorías, el apoyo a Trump puede parecer contradictorio, pero nuevamente, nos encontramos con una dinámica compleja. Sectores conservadores en Estados Unidos, especialmente aquellos con fuertes creencias religiosas, ven en la administración de los demócratas una imposición de valores "progresistas" que iban en contra de sus convicciones personales. Trump, aunque abiertamente misógino y contrario a muchos de los avances en materia de derechos, se presentó como un defensor de "la libertad" entendida desde una visión conservadora. Esto generó en sus votantes la percepción de que él era el único capaz de frenar lo que consideraban una erosión de los valores tradicionales.
La victoria de Trump es un reflejo de una corriente que no es única en Estados Unidos. Varios países han experimentado un giro hacia líderes de derecha en respuesta a las mismas ansiedades: la pérdida de empleos debido a la globalización, el temor a la inmigración, y una percepción de que las instituciones políticas ya no representan los intereses de "la gente común". En Europa, el Brexit y el ascenso de partidos de extrema derecha son ejemplos de cómo esta tendencia no es exclusiva de Estados Unidos. Trump fue capaz de captar esta corriente de descontento, y la moldeó en un mensaje político que llegó a millones.
Personalmente, creo que su victoria muestra la necesidad urgente de preguntarnos sobre cómo nuestras democracias están fallando en representar verdaderamente a la ciudadanía. Más allá de lo controversial de su figura, Trump es una materialización de los problemas estructurales que se han acumulado en el sistema estadounidense: una brecha de desigualdad económica que sigue creciendo, un sistema bipartidista que a menudo representa más a las élites que a la población, y una falta de diálogo genuino entre la diversidad de voces que componen el país.
Trump no es un fenómeno que deba tomarse a la ligera, ni verlo como un accidente. Debemos entender estos fenómenos, para evitarlos y poder hacer los cambios que queremos, así cómo redirigir nuestras sociedades hacia un futuro más inclusivo. La historia ha demostrado que, cuando el descontento social no se aborda, surgen figuras que explotan esas grietas. La lección es clara: si no buscamos un diálogo social que realmente incorpore las preocupaciones de todos, el ciclo de líderes como Trump probablemente se repetirá, no solo en Estados Unidos, sino en el mundo.
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