Félix Ayurnamat. 2024 |
Por El Perrochimelo.
Era primero de noviembre, Día de Muertos, y Manuel, el chemito del barrio, andaba rondando por el panteón como quien se arrastra. El cementerio se había llenado de gente desde temprano: familias con sus cubetas con flores, viejitos que traían mariachis pa’ sus muertos, y hasta los morros del barrio que se daban su vuelta, nomás pa’ ver si podían colarse en alguna fiesta de jaloguin. Pero Manuel no andaba pa’ eso. Su jefa estaba enterrada ahí, y aunque ya no recordaba bien su cara, tenía una cita con ella cada año.
Se había pasado la mañana buscando un ramo de cempasúchil pa’ dejarle algo a su madre. Como nunca tenía lana y su "chamba" era pedir en las esquinas, optó por robarse un ramito en el mercado. Fue fácil, la gente andaba distraída con tanto muerto en la cabeza, y Manuel se hizo con un puño de flores medio apachurradas y una veladora chiquita que le regaló una señora pa’ que dejara de andar "pidiendo pa’l vicio".
Al anochecer, se coló en el panteón y, con una sensación extraña en el pecho, se acercó a la tumba de su madre. La lápida estaba hecha polvo, como si el tiempo le hubiera dado duro. Era una lápida más entre tantas, cubierta de tierra y musgo. Pero Manuel, con todo y sus achaques, la reconocía en cuanto la veía. Se arrodilló torpe, poniendo el cempasúchil y la veladora a un ladito. En el silencio de la noche, su voz se oía bajito, quebrada.
—Jefa... pos aquí toy otra vez. Este... no traigo mucho, pero... es lo que pude, ¿no? —Se rascó la nuca, buscando las palabras que siempre se le atoraban cuando pensaba en ella—. Ya sé que la vida me trae de acá pa’llá, pero... pues vengo, pa’ que no diga que la dejé sola, ¿va?
La flama de la veladora titiló, como si se burlara de su pobreza. Manuel bajó la mirada, consciente de su desamparo. No había tenido a nadie en la vida, y la jefa era una idea más que una presencia. Recordaba que la gente le decía: “pobre chamaco, su jefa se fue y lo dejó en este desmadre”, como si él tuviera la culpa de haber nacido.
El viento se coló entre las lápidas, y la flama de la veladora parpadeó con más fuerza. Manuel sintió una especie de escalofrío, pero lo ignoró, pensando que era el frío de la noche. Se quedó un rato ahí, sentado, recordando los desmadres que había vivido, los días de pedir en las esquinas, de huir de los policías, de aguantar la lluvia, el sol, el hambre, el desprecio de la gente.
—A veces... a veces me gustaría no estar, jefa —dijo, su voz casi un susurro—. Ya toy cansado, neta. A lo mejor si no estuviera, si me llevaras... Pa' que ya no duela...
Mientras hablaba, las sombras a su alrededor parecieron cobrar vida, como si los muertos estuvieran despertando. De repente, Manuel sintió que no estaba solo. Levantó la mirada y, entre el juego de luces y sombras, le pareció ver una figura que se acercaba. Era una mujer, vestida con un rebozo que le cubría el rostro, y caminaba despacio, casi flotando. Manuel sintió el corazón acelerarse, y sin entender bien por qué, supo que era ella.
—¿Jefa...? —murmuró, con la voz entrecortada.
La mujer asintió, y aunque no le dijo ni una palabra, Manuel sintió una paz que no había sentido en años. Ella extendió una mano, y él, temblando, la tomó. El frío de la muerte le recorrió los huesos, pero no sintió miedo, solo una calma extraña, como si supiera que al fin iba a descansar.
Se levantó despacio, como si estuviera a punto de emprender un último viaje. La mujer lo miró, y en sus ojos oscuros, Manuel vio el reflejo de todo lo que había sido: el chamaco que creció en las calles, el chemito que no le importaba a nadie, el que no tenía a dónde ir.
Sin decir nada más, los dos caminaron hacia el fondo del panteón, donde la oscuridad los tragó. En la tumba, la veladora se apagó, dejando solo el aroma a cempasúchil y el silencio eterno de los muertos.
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