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DESENFOQUES: El exorcista.

El exorcista. Dir. William Friedkin. 1973. Warner Bros. Pictures


Por Andrea Méndez

El exorcista, dirigida por William Friedkin en 1973, es una de esas películas que no solo me impactó por su atmósfera terrorífica, sino también por la forma en que Friedkin utiliza la narrativa visual para explorar lo que considero las zonas más oscuras de la psique humana. A veces pienso que la película es como un espejo distorsionado, que refleja el terror interno de los personajes y del espectador. Me resulta fascinante cómo El exorcista va más allá del horror físico para adentrarse en el horror psicológico, usando imágenes que se meten en la mente de una forma invasiva.


Uno de los aspectos visuales más impactantes de la película es la manera en que Friedkin maneja la luz y la oscuridad. Las escenas de la habitación de Regan, donde ocurre la mayor parte de la historia, están saturadas de sombras, pero no son sombras que ocultan, sino que revelan. Esto me recuerda mucho a las dinámicas del inconsciente: lo que creemos que está reprimido, lo que preferimos no ver, finalmente surge en esos espacios oscuros. El uso de la iluminación tenue, casi claustrofóbica, es una forma visual de representar el conflicto interno de los personajes. Para mí, ver a la madre de Regan, Chris MacNeil (interpretada por Ellen Burstyn), iluminada solo por la luz que se filtra desde la puerta entreabierta mientras observa a su hija poseída, es como observar a alguien enfrentándose a lo reprimido, al miedo más profundo.


Friedkin también hace un uso impresionante de los planos cerrados, especialmente en las escenas clave del exorcismo. Al concentrarse en los rostros, en los detalles del sufrimiento físico de Regan, la película no solo provoca horror, sino que también genera una empatía inesperada. La cámara se vuelve un testigo incómodo, y nosotros, como espectadores, nos convertimos en participantes involuntarios. Desde un punto de vista psicoanalítico, esto me recuerda a la identificación proyectiva, ese proceso en el que nos vemos obligados a identificar con los sentimientos del otro, aunque esos sentimientos nos aterren.


El personaje de Regan, poseída por una fuerza demoníaca, es visualmente presentado como el cuerpo en conflicto entre lo humano y lo inhumano. Los efectos especiales de la época fueron revolucionarios, y lo más interesante es cómo Friedkin logra que el cuerpo de Regan se transforme en un escenario donde se materializa el conflicto interno. Las cicatrices, los moretones, los movimientos antinaturales del cuerpo: todo esto nos recuerda que el cuerpo puede convertirse en el espacio de lucha de fuerzas invisibles. A menudo pienso en cómo este conflicto se refleja en nuestros propios cuerpos cuando enfrentamos traumas o conflictos internos.


Uno de los momentos visuales más icónicos de la película es cuando el padre Merrin llega a la casa de los MacNeil. Esa escena, donde la luz de la lámpara de la calle ilumina al sacerdote mientras mira hacia la ventana de la habitación de Regan, encapsula visualmente la batalla entre el bien y el mal. La imagen en sí es tan poderosa que ha quedado grabada en la memoria colectiva, casi como un símbolo del enfrentamiento con lo desconocido. Friedkin convierte esa toma en una declaración visual sobre la lucha interna del ser humano con sus propios demonios, que en el fondo es lo que El exorcista trata de explorar. Esta imagen se ha vuelto una de las más reconocibles en la historia del cine, lo que me lleva a pensar en la capacidad del cine de convertir lo íntimo, lo psíquico, en algo que todos podemos ver y experimentar de manera colectiva.


La psicología de los personajes también está íntimamente ligada a la narrativa visual. Pienso mucho en la madre de Regan y cómo el director retrata su desesperación de manera visual. Hay un momento en el que Chris está en la habitación de su hija, rodeada por sombras y la tenue luz de la lámpara, mientras observa impotente lo que está sucediendo. Para mí, esta escena es un retrato perfecto de la impotencia frente al sufrimiento de un ser querido, un sentimiento profundamente humano que Friedkin expresa sin necesidad de diálogos extensos. Todo está en la imagen, en el encuadre, en el juego de luces y sombras. Esta imagen me habla de la desesperación frente a lo incontrolable, algo que todos experimentamos en algún momento de nuestras vidas.


El impacto de está película en la historia del cine no puede subestimarse. Visualmente, fue una de las primeras películas de terror que se atrevió a mostrar lo sobrenatural de una manera tan cruda y visceral. Los efectos prácticos y la puesta en escena de Friedkin crearon una atmósfera de terror tan realista que, incluso después de todo este tiempo, la película sigue siendo perturbadora. Pero más allá de eso, lo que la hace tan impactante es cómo utiliza el lenguaje visual para contar una historia psicológica, una historia sobre el miedo a lo desconocido, al mal, y, en última instancia, a nosotros mismos.


El exorcista no es solo una película de terror; es un viaje visual y psicológico que nos enfrenta con nuestros miedos más profundos. Friedkin utiliza cada encuadre, cada sombra y cada expresión corporal para explorar el conflicto interno entre lo racional y lo irracional, entre el bien y el mal, en una narrativa visual que sigue siendo tan poderosa hoy como lo fue en su estreno. Es una obra que no solo marca un antes y un después en el cine de terror, sino que también nos lleva a pensar sobre la lucha interna que todos llevamos dentro.


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