Por Félix Ayurnamat.
La vocación artística es, para mí, una manera única de ver y conectar con el mundo. Cada vez que pienso en lo que el arte significa en mi vida, lo veo como un constante acto de descubrimiento, una búsqueda de sentido que a menudo se escapa de lo racional. Desde muy pequeños, desarrollamos esa sensibilidad hacia lo creativo y lo estético, y es crucial que las niñas y los niños tengan espacios donde explorar libremente su imaginación para que esa vocación pueda florecer.
Lamentablemente, en un sistema educativo que privilegia la estandarización y valora las actividades según su utilidad productiva o comercial, la creatividad suele quedar relegada a un segundo plano. En mis 7 años como alumno y 15 años enseñando en el Taller Infantil de Artes Plásticas, me di cuenta de que es justamente en la infancia cuando se forma el núcleo de lo que más tarde será una verdadera vocación artística. En esa etapa, la curiosidad es innata, y la capacidad de asombrarse ante el mundo se mantiene intacta. Si no se fomenta y apoya esa sensibilidad, si se le encierra en estructuras rígidas, corremos el riesgo de sofocar un potencial creativo inmenso.
Fomentar la creatividad en los niños y adolescentes no solo es importante, es urgente. Las mentes de los y las jóvenes tienen una capacidad asombrosa para ver el mundo con frescura y libertad, algo que muchos adultos hemos perdido, por eso me gusta trabajar a nivel bachillerato. Es entonces cuando deben abrirse las puertas a la expresión, permitiéndoles jugar con materiales, ideas y medios sin miedo a ser juzgados o a fracasar. El problema es que el sistema educativo tiende a encasillarlos en procesos que buscan resultados inmediatos y medibles, alejando la posibilidad de un crecimiento auténtico y reflexivo.
En estos primeros años, los estímulos creativos —como el acceso al color, a las formas y a la expresión libre— son esenciales. La pedagoga María Montessori hablaba de la importancia de ambientes preparados, donde los niños pudieran interactuar con el mundo de forma sensorial y autónoma. Yo también creo que los espacios educativos deben fomentar no solo el aprendizaje técnico, sino el desarrollo de la sensibilidad artística. Para mí, estos espacios no deberían imponer reglas rígidas sobre la creatividad, sino más bien ser lugares donde los adolescentes puedan sentirse libres de experimentar, equivocarse y expresarse sin miedo a la crítica.
La vocación artística no nace de la nada; es el resultado de una interacción constante entre el ser humano y su entorno. Pienso, por ejemplo, en cómo las culturas prehispánicas mexicanas introducían a los niños desde pequeños en las tradiciones estéticas y espirituales de su pueblo. El Tlacuilo, el artista que dibujaba y escribía en los códices, aprendía su oficio observando a sus mayores. Era un aprendizaje natural, inmerso en su contexto cultural. Hoy, esa forma holística de educación parece haberse desvanecido, y lo que predomina es un enfoque centrado en la productividad, donde las habilidades creativas se consideran, en el mejor de los casos, un complemento.
Aquí es donde surge mi crítica al sistema educativo actual, que privilegia lo material y lo utilitario. En un modelo económico que mide el éxito en términos de rentabilidad, la creatividad —cuando no está al servicio del mercado— parece perder relevancia. Se ve como un lujo, algo que solo puede florecer en ciertos contextos privilegiados. Pero yo creo firmemente que el arte no es un lujo, sino una necesidad para el desarrollo pleno de cualquier ser humano. La creatividad es una forma de resistencia ante la estandarización de la vida, un espacio donde lo diverso y lo subjetivo tienen lugar.
¿Qué pasa con quienes, en medio de esta estructura, sienten el impulso de crear? A menudo se les descarta o se les empuja a canalizar su talento en áreas más aceptadas por el mercado laboral. El arte se convierte en una actividad "secundaria", un hobby que solo merece atención si puede monetizarse. Esta narrativa es devastadora. No solo porque el arte no debe medirse por su capacidad de generar ingresos, sino porque sofoca a generaciones de personas que podrían tener un impacto profundo en nuestra cultura y sociedad si tan solo se les diera la oportunidad.
Crear espacios para la expresión artística debe ser una prioridad en cualquier sociedad que se preocupe por su desarrollo cultural. Y esos espacios no solo deben ser físicos —como escuelas de arte o centros culturales— sino también simbólicos: debemos fomentar una actitud de respeto y valoración hacia todas las formas de expresión. Cuando a una adolescente o un niño se le dice que su pintura, aunque caótica, es valiosa, o se le permite crear mundos imaginarios a través del teatro, la escritura o la música, se está cultivando algo mucho más profundo que la habilidad técnica. Se está formando a una persona capaz de ver el mundo de manera crítica, de conectarse emocionalmente con los demás y de explorar su identidad sin las limitaciones de los estereotipos.
Es importante no confundir el fomento de la creatividad con la idea de "producción artística". No se trata de formar pequeños genios que un día llenen galerías o teatros, sino de educar a seres humanos capaces de pensar y sentir de manera compleja, diversa y libre. Esa es la verdadera función del arte: proporcionar herramientas para interpretar y transformar el mundo desde la emoción y la razón.
Para que esto suceda, necesitamos replantear nuestra idea de éxito. En un sistema que prioriza la productividad, el valor del arte se diluye si no encaja en el modelo de mercado. Debemos cambiar esa perspectiva. La creatividad no tiene que estar al servicio de un fin económico para ser relevante. Las obras que las y los estudiantes de mi taller crean no tienen como fin venderse, pero se que tienen un valor inmenso para su desarrollo emocional, para su forma de relacionarse con el mundo.
Entonces, ¿cómo creamos esos espacios? ¿Cómo rompemos con las cadenas que impone un sistema que solo valora lo que puede ser cuantificado? Las respuestas no son sencillas, pero estoy convencido de que el primer paso es cuestionar las estructuras que nos rodean y permitirnos, como sociedad, redescubrir el valor inherente de la creatividad. Porque en ese acto de crear, sin restricciones ni expectativas externas, se encuentra la libertad más profunda que podemos ofrecer a nuestras infancias.
Por eso, es esencial crear espacios adecuados para fomentar la vocación artística. Lugares donde niñas, niños y jovenes se sientan valorados por su capacidad de crear, no solo por su habilidad para ajustarse a un sistema que premia la uniformidad. El arte debe ser parte central de la educación, no una actividad extracurricular. Debemos ofrecerles la posibilidad de entrar en contacto con la historia del arte, con diversas formas de expresión, porque es en ese contacto donde descubrirán su propio camino.
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