Por el Perrochinelo
¿Qué tranza, banda? Hoy les traigo un rol por ese mundo subterráneo donde se cruzan historias, se tejen amores, y se desatan tragedias: el famoso Metro de la Ciudad de México. Ese lugar que todos amamos odiar, pero que, sin él, estaríamos más perdidos que un perro en periférico. Sí, mis carnales, hablemos del caos, el desmadre y las joyitas de vida que suceden en esos túneles bajo tierra.
El Metro, ese monstruo de acero y rieles, es un microcosmos de la CDMX. Entra uno ahí y es como si se metiera a un portal que conecta mundos paralelos. Por un lado, tenemos al oficinista trajeado con su tuppers en mano, sudando la gota gorda por entrar al vagón en alguna estación de la Línea 1; por otro, el morrito que se rifó toda la noche en el antro y que ahora viaja dormido y abrazado de su mochila en la línea 3 a Universidad. No falta la banda en pijama, la morra vestida de novia a punto de dar el "sí", y el valedor que se aventó la puntada de disfrazarse de Pikachu a pleno mediodía. Porque, la neta, en el Metro todo se vale, es como un desfile de la vida misma en hora pico.
Y si de hora pico hablamos, ¡ah, chulada! El Metro a las 7 de la mañana o a las 6 de la tarde es la prueba de fuego para cualquier chilango. Ahí no importa quién eres ni de dónde vienes, todos somos parte de ese tumulto de cuerpos que se apretujan, sudan y, de vez en cuando, hasta se huelen. Porque sí, carnales, en el Metro no hay pudores, y menos cuando uno va pegado como sandwichito entre dos desconocidos. El Metro no es para débiles, es para sobrevivientes que, día a día, se rifan la misión imposible de llegar a tiempo a la chamba o a la escuela.
Y ni hablemos de las estaciones infernales como Pantitlán o Indios Verdes, donde se junta más banda que en un concierto de rock gratis en el zócalo. Ahí uno tiene que sacar su mejor versión de ninja para poder colarse en un vagón y no quedarse viendo cómo se cierran las puertas en la cara. Pero no todo es mala onda, también hay estaciones chidas, como Chabacano, que tiene su rollo de tres líneas entrelazadas, y aunque parezca un laberinto, siempre encuentras a alguien dispuesto a echarte una mano para no perderte.
Lo más loco del Metro son las historias de amor y desamor que se viven a diario. ¿Quién no ha visto a la parejita dándose sus besotes en el andén o a esos que se dicen adiós con lágrimas en los ojos mientras las puertas se cierran? El Metro es el punto de encuentro para el amor fugaz y también para el desamor eterno. Ahí uno se enamora en un segundo de la morra del asiento de enfrente, y al siguiente la pierde para siempre cuando ella se baja en Balderas y tú te bajas en Pino Suárez, con el corazón hecho añicos.
Y hablando de cosas surrealistas, ¿qué onda con las leyendas urbanas del Metro? Que si hay una estación secreta después de cuatro caminos, que si en la Línea 2 aparece fantasmas mexicas en las últimas corridas, o que si hay una salida secreta de palacio nacional a metro zócalo. El Metro está lleno de misterio y, a veces, de terror, como esa vez que viste una rata del tamaño de un gato corriendo entre las vías y te preguntaste si lo habías imaginado o si de plano ya te habías vuelto loco.
Pero no todo es caos y locura en el Metro, también es un lugar lleno de oportunidades. ¿Cuántas veces no has comprado un disco de cumbias rebajadas a diez varos o un libro de superación personal que ni sabías que necesitabas? Y ni se diga de los compas que se rifan vendiendo sus productos, desde chicles y mazapanes hasta calcetas y linternas.
El Metro, con todo y sus defectos, es un reflejo de lo que es la Ciudad de México: una urbe caótica, vibrante, llena de vida y de contrastes. Donde en un mismo vagón viajan el millonetas que se bajó de su coche por la marcha, el estudiante que trae su cuaderno lleno de garabatos, y el vendedor de todo y nada, que te ofrece collares a cambio de unos cuantos pesos. Y ahí, en ese viaje subterráneo, se tejen historias que nunca imaginaste, se cruzan miradas que nunca olvidarás, y, a veces, hasta se resuelve un mal día con una buena rola del músico callejero que se sube a cantarte las mañanitas.
Así que, raza, la próxima vez que se suban al Metro, no solo piensen en el desmadre que es, sino en la magia que hay detrás de esos vagones. Porque, la neta, no hay lugar más chilango que el Metro, ese lugar donde todos somos iguales, donde todos vivimos un poco de la locura de la ciudad, y donde, al final del día, siempre encontramos una razón para sonreír, aunque sea por la ocurrencia del que se sube a venderte un marcatextos que, según él, te hará brillar en la sociedad.
¡Nos vemos en los rieles, banda! Y acuérdense, en el Metro todo puede pasar, menos que llegues temprano. ¡Pilas!
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