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La crónica del día: Con la pequeña ayuda de unas amigas.

 

Ilustración de Elizabeth Bennet de la edición de1885 (detalle).

¡Querido Félix!

A veces, me sorprende cómo logré llegar a la venerable edad de 27 sin perder completamente la cordura, considerando el infierno que fue mi infancia y adolescencia. Y no, no estoy exagerando. Imagina un mundo hostil lleno de niñitas "lindas" y cursis que parecen salidas de un catálogo de moda, pero que son engendros del demonio con la crueldad de mini dictadores. Ahora, añade a ese cóctel una buena dosis de presión social familiar y adultos incompetentes, y tendrás una idea bastante precisa de mi preadolescencia y primera juventud. En medio de todo eso, tuve dos salvavidas literarios: Agatha Christie y Jane Austen.

Sí, querido Félix, esos nombres sonaron como un canto de sirena en mi mente juvenil, una promesa de mundos donde la lógica, la ironía y el buen sentido prevalecían sobre la estupidez, la maldad y la patética simplicidad que me rodeaban.

Comencemos con mi querida Agatha Christie, la reina del crimen y mi mentora en el arte de la observación cínica del mundo. En una secundaria donde las niñitas "bonitas" se peleaban por ser la abeja reina y competían por ver quién podía infligirme más miseria, Agatha me enseñó que cada ser humano es un enigma. ¡Qué maravilla, Félix, sumergirme en esos acertijos donde la mente aguda de Poirot o la astucia de Miss Marple descifraban los misterios más oscuros! Me enseñó a mirar más allá de sus anodinos rostros y a entender que, muchas veces, las sonrisas más entusiastas esconden los secretos más terribles. En esos momentos, comprendí que podía observar mi entorno con un ojo crítico, casi clínico, y que esas mismas niñitas eran simplemente personajes mal escritos en una novela de mala calidad.

Y luego está mi bella Jane Austen, la maestra de la ironía y el sarcasmo refinado. Ah, Jane, cómo disfruté tus descripciones mordaces de la sociedad y tus retratos perfectos de la hipocresía humana. En un entorno donde ser "bonita" y "agradable" eran las mayores virtudes, Austen me enseño que la inteligencia y el ingenio eran las verdaderas joyas. Sus heroínas, como Elizabeth Bennet, eran todo lo que yo aspiraba ser: agudas, independientes y desafiantes en un mundo que esperaba sumisión y conformidad.

De Jane, aprendí a utilizar el sarcasmo como una espada, cortando a través de la estupidez y la superficialidad con la elegancia de un duelista experto. Sus novelas me ofrecieron un refugio donde podía reírme de la ridiculez de las normas sociales mientras me armaba con las herramientas necesarias para sobrevivir en ese ambiente tóxico.

Los adultos, con su infinita sabiduría y su capacidad innata para ignorar el verdadero sufrimiento de sus hijos, siempre intentaban encajarme en sus moldes predefinidos. "¿Por qué no puedes ser más como las otras niñas?" "Deberías hacer más amigos." ¡Ja! Como si hacer amigos en medio de esa barbarie fuera la solución mágica a todos mis problemas. En vez de eso, me sumergía en los mundos de Christie y Austen, donde encontraba consuelo y un sentido de pertenencia que la realidad me negaba.

Mientras las niñitas "bonitas" se ocupaban de sus dramas insignificantes y de crear nuevas formas de hacerme la vida imposible, yo me refugiaba en la biblioteca de mis padres, devorando libro tras libro. Era un acto de rebeldía silenciosa, una declaración de independencia. No necesitaba su aceptación ni su aprobación. Tenía a Agatha y a Jane, y eso era suficiente.

Y así, Félix, sobreviví. No sin cicatrices, claro está, pero con una mente lista para responder y una lengua afilada, gracias en gran parte a mis dos queridas amigas escritoras. Logré crecer medianamente funcional en medio de la barbarie, un logro que considero digno de mención. Pude ver la realidad con ojos críticos y utilizar el humor y el sarcasmo como un escudo contra la imbecilidad que me rodeaba.

Hoy en día, sigo recurriendo a Agatha y Jane en momentos de necesidad. Son como viejas amigas que me recuerdan que, no importa cuán absurda sea la realidad, siempre hay una manera de enfrentarla con gracia y astucia. Así que, cada vez que me encuentro rodeada de idiotas, sonrío para mis adentros y pienso: "¿Qué haría Elizabeth Bennet en esta situación?" O, "¿Cómo resolvería Poirot este enigma humano?" Y con eso, Félix, sigo adelante, riéndome de la absurda comedia que es la vida.

Con mi usual combinación de decepción y gratitud literaria.

Rebeca Jiménez. 

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