¡Querido Félix!
¿Sabes qué día me llena de un terror indescriptible? No, no es Halloween ni el Viernes 13. Es el Día de las Madres, esa festividad que transforma a toda madre en una mezcla de Cleopatra y la Virgen María, y a nosotros, sus hijos, en bufones de un circo infernal. Ah, el 10 de mayo, el pináculo de la hipocresía, el consumismo y la cursilería desenfrenada, donde se espera que rindamos homenaje a nuestras madres con una devoción que rivaliza con la de los mártires cristianos.
Recuerdo con escalofríos los festivales escolares del Día de las Madres. Esos eventos organizados por profesoras sádicas que parecían disfrutar exponiéndonos al ridículo frente a una multitud de madres con cámaras en mano, listas para inmortalizar cada vergonzoso momento. ¡Qué horror, Félix, ser forzada a cantar canciones empalagosas o a bailar coreografías ridículas que ninguna criatura en su sano juicio debería ejecutar!
Las maestras, esas genios del mal disfrazadas de educadoras, se deleitaban en asignarnos roles humillantes. "Hoy vas a ser la flor número cuatro en el jardín de la alegría", decían con una sonrisa maliciosa. ¿En serio? ¿Quién quiere ser una flor número cuatro? Si al menos hubiera sido la flor principal, pero no, tenía que ser una flor de relleno.
Y luego estaban las madres, sentadas en la audiencia, esperando con ansias ver a sus hijos hacer el ridículo. ¿Por qué? Porque nada dice "te amo" como ver a tu hijo disfrazado de abeja, moviendo el trasero en un intento patético de imitar una danza de colmena. Ah, la maternidad y sus retorcidos placeres.
Como cualquier ser con un mínimo de dignidad, yo me hacía la enferma para evitar participar en esos espectáculos grotescos. Un dolor de estómago aquí, una fiebre inventada allá, y voilà, me libraba del horror de ser la burla pública. Pero no siempre funcionaba. Recuerdo una vez, cuando descubrieron la mentira y me obligaron a asistir de todas formas. Me sentaron en una silla con una corona de flores de papel, como si eso compensara el hecho de que no tenía ni la más mínima intención de estar allí.
Los festivales eran también un campo de batalla para las madres competitivas. Observabas a las más egocéntricas contando mentalmente cuántas flores recibían, comparando ramos como si fueran trofeos de guerra. "¡Oh, mira, mi niño me hizo un poema!", exclamaba una madre con tono triunfal. Mientras tanto, mi propia madre apenas contenía la molestia, sabiendo que yo estaba más interesada en esconderme que en ganar premios de falsos afectos.
Recuerdo una vez, en particular, cuando la escenografía del festival colapsó justo antes de nuestra gran actuación. Fue glorioso, Félix. Ver a los maestros corriendo de un lado a otro, intentando desesperadamente arreglar el desastre mientras nosotros, los niños, mirábamos con una mezcla de horror y alivio. La actuación fue cancelada y, por un breve y glorioso momento, todos fuimos libres.
La cursilería del Día de las Madres tampoco tiene rival. Desde los poemas de rima dudosa hasta las manualidades hechas con tanto amor como torpeza. "Madre, eres como una rosa en mi jardín"—una metáfora que, después de la décima repetición, se siente más como una espina en el trasero. Los regalos se vuelven una competencia de a ver quién puede ser más sentimental y menos útil. ¿Un collar de macarrones pintados? ¿En serio?
Y luego, los anuncios en la televisión que pintan un cuadro de la maternidad tan empalagoso que te da diabetes visual. "Regala a mamá algo especial"—como si una plancha nueva realmente fuera a compensar las décadas de sacrificio. ¡Claro, mamá, aquí tienes un electrodoméstico para que sigas trabajando en tu día especial!
Con mi usual falta de entusiasmo por los festivales escolares y las celebraciones hipócritas,
Rebeca Jiménez
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