Por Rebeca Jiménez
Nidia era una muchacha menuda, de apariencia frágil, con una timidez que la hacía encogerse ligeramente cuando hablaba, como si quisiera ocupar el menor espacio posible en el mundo. Su voz era suave, vacilante, pero sus manos, en contraste, parecían moverse con una seguridad absoluta cuando sostenían un lápiz o un pincel. Tenía un talento natural para el dibujo, para la composición y el manejo del color, una sensibilidad que convertía cualquier hoja en blanco en un espacio vibrante y lleno de significado. Aunque le costaba expresarse con palabras, en el arte encontraba un refugio, un lugar donde su entusiasmo se desbordaba sin miedo ni restricciones.
Últimamente contaba los minutos de su casa a la escuela como si fueran los últimos antes de la horca. Diecisiete años y la certeza de que el mundo podía cerrarse sobre ella con la misma facilidad con la que su madre cerraba las ventanas cuando se avecinaba una tormenta.
—No puedes ir hasta allá sola —le dijo su padre, con la mirada fija en la mesa.
—Es peligroso —agregó su madre, sin necesidad de mirarla.
Era un diálogo que ya conocía de memoria. La Escuela de Artes quedaba a una hora en transporte público, relativamente cerca. Un trayecto que a ella le parecía un pequeño sacrificio por algo grande, pero a sus padres les resultaba un riesgo inaceptable. No tenían tiempo de llevarla y traerla. No tenían dinero para rentarle un cuarto. No tenían, sobre todo, voluntad de ceder.
—Psicología es una buena opción. Puedes estudiar aquí cerca, y con el tiempo… quién sabe.
El "quién sabe" de su padre la hundía más que cualquier negativa. No quería un "quién sabe", quería certezas, aunque fueran terribles.
El tiempo avanzaba sin consideración. En la escuela, las solicitudes para el trámite para ingresar a la universidad estaban a punto de comenzar. Sus compañeros hablaban con entusiasmo de sus opciones, de los planes que ya parecían resueltos.
Nidia sentía que su cuerpo estaba ahí, pero su mente no. Cada noche, en su cuarto, con la puerta cerrada, veía en su celular la página de la Escuela de Artes y la revisaba cuidadosamente. Miraba las imágenes de los talleres de pintura, de escultura, de grabado. Trataba de imaginarse a sí misma ahí, respirando el olor de los óleos y las tintas, sintiendo el peso del carboncillo en sus manos.
Pero al cerrar los ojos, también veía a sus padres. A su madre preparando la cena, a su padre cansado después de un día de trabajo. Veía sus rostros llenos de una preocupación que a veces parecía amor y otras, simple resignación.
La noche antes de hacer el trámite en línea, Nidia tomó su celular y abrió el formulario de la universidad y busco la opción de la carrera de artes. Sus manos temblaban. Era tan sencillo. Solo bastaba un clic y estaría listo.
Pensó en cómo sería la conversación si lo hacía sin permiso. La furia contenida de su madre. El silencio pesado de su padre. La decepción en sus ojos.
Su dedo flotó sobre la pantalla. Sintió que podía hacerlo. Que su destino aún no estaba escrito.
Pero entonces escuchó la voz de su madre en la cocina, diciéndole que ella le ayudaría a llenar su solicitud por la mañana.
Cerró la página.
El día amaneció claro, pero para Nidia todo tenía un matiz grisáceo. Se sentó junto a su madre frente a la computadora, con cada clic sintiendo el peso de los días futuros apilándose sobre sus hombros.
Confirmó su elección con una mano que no parecía suya. Se sintió ajena, como si estuviera viendo a otra persona tomar decisiones por ella.
Esa noche, al llegar a casa, guardó todos sus cuadernos llenos de dibujos y pinturas en un cajón. No los rompió. No los tiró.
Pasaron los años. Nidia se graduó en Psicología. Consiguió un trabajo estable, cerca de casa, como sus padres querían. A veces, los domingos por la tarde, sacaba sus viejos cuadernos y dibujaba.
Nunca dejó de hacerlo.
Pero cada trazo le recordaba lo que pudo ser y no fue.
Y en el espejo, a veces, veía a otra Nidia, una que había tomado el riesgo, la que había sido valiente. Esa Nidia le sonreía.
La verdadera Nidia bajaba la vista.
Porque algunas decisiones no se toman una sola vez, sino todos los días.
Y ella, cada mañana, elegía quedarse.
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