Por Rebeca Jiménez
Teresa se encontraba frente al altar, las manos temblorosas sosteniendo una foto vieja de Javier, su esposo. Casi un año había pasado desde que la muerte lo había arrebatado de su lado, pero para ella, su ausencia era una herida que no cerraba. Esta sería la primera vez que lo pondría en la ofrenda del Día de Muertos, un gesto que se suponía debía ser catártico, pero que para Teresa sólo profundizaba su desconcierto.
¿Cómo se ama a alguien que ya no está? ¿Cómo es posible que ahora, en su silencio eterno, lo amara incluso más de lo que pudo hacerlo en vida?
Colocó la fotografía en el centro del altar, rodeada de flores de cempasúchil, velas y los objetos que él amaba: un libro que siempre llevaba consigo, su taza favorita de café, y algunos de sus artículos impresos, aquellos que solía publicar en su blog. Era irónico, pensó, que solo ahora se diera el tiempo de leerlos. Mientras vivía, solía ignorar lo que él escribía, considerándolo insignificante, un simple hobby. Ahora, al ver los textos frente a ella, se daba cuenta de lo profundo que eran, de las verdades que él expresaba, verdades que ella nunca había querido escuchar.
Un nudo le apretaba la garganta. La culpa la inundaba lentamente, un remolino que iba arrastrando sus recuerdos. Se acordaba de las discusiones, de las veces en que, cansada de su trabajo, lo ignoraba, de las palabras que él había dicho y que ella dejaba perderse en el aire. Mientras tanto, él escribía, esperando quizás que algún día ella leyera sus pensamientos, que encontrará en sus palabras una ventana a su alma. Pero Teresa nunca lo hizo. Al menos, no cuando aún tenía tiempo.
Se sentó frente al altar, las piernas dobladas bajo su cuerpo, y comenzó a leer uno de sus artículos. Era sobre la transitoriedad del tiempo, la fragilidad de los momentos cotidianos que damos por sentado. Una frase le resonó como un golpe: "Nos aferramos a las personas creyendo que siempre estarán ahí, pero la muerte no avisa cuando decide llevarse lo que amamos." Él había sabido. Sabía que no sería eterno. Sabía que su tiempo juntos estaba contado, y aun así, ella no lo había escuchado.
El eco de su voz inundó la habitación. No era un eco real, era más bien la memoria que se agitaba en su mente. Podía oír su risa, recordar sus gestos, los detalles de su rostro que poco a poco parecían desvanecerse de su memoria. ¿Cómo era posible que lo extrañara más ahora que nunca?
Se acordó de su madre, que de niña siempre le decía: “A las personas se les quiere en vida, no cuando ya se han ido”. Esa frase que antes le parecía un refrán sin sentido ahora pesaba como una verdad que no había querido aceptar. ¿De qué servía ahora montar este altar, poner su foto, sus cosas, cuando ya no podía ver su sonrisa al hacerlo? ¿De qué servía darle la atención que muchas veces no le dio en vida?
El sonido de la vela chisporroteando rompió el silencio. Las lágrimas comenzaron a caer sin que Teresa lo pudiera evitar. Era un llanto silencioso, contenido, como el duelo que llevaba dentro desde hacía casi un año. Sabía que no había vuelta atrás, que lo único que quedaba era el recuerdo, y el remordimiento por todas las palabras no dichas, por todas las conversaciones ignoradas, por los gestos que no valoró.
Le dolía profundamente darse cuenta de que, en vida, no lo había amado con la intensidad que él merecía. Había amado la comodidad de su presencia, la seguridad de tenerlo cerca, pero no había visto su alma, no había atendido a sus pasiones. Y ahora, cuando ya no estaba, sentía que lo amaba más, pero era un amor inútil, un amor que no podía reparar lo que se había roto.
Teresa tocó la foto, sus dedos recorriendo los bordes, como si de alguna manera ese gesto pudiera traerlo de vuelta, aunque solo fuera por un instante. El altar resplandecía con la luz de las velas, como si el mundo de los muertos y el de los vivos se entrelazaran por un momento. Pero ella sabía que, más allá de esta noche, más allá de esta ofrenda, él no volvería.
El amor que sentía ahora no podía cambiar el pasado. No podía deshacer las palabras no dichas, las peleas, las veces que lo ignoró mientras él le hablaba de sus pasiones. Todo lo que quedaba era este altar, y un vacío que las flores y las velas no podían llenar.
Se levantó, exhausta. Acomodó una flor que se había caído del altar y se despidió en silencio. Sabía que debía dejarlo ir, pero en su interior sabía que él seguiría viviendo en su memoria.
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