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HISTORIAS PERDIDAS: Leti y el color del aburrimiento

Por El Perrochinelo

Leticia caminaba con flojera por las calles de la colonia, con su mochila medio colgada de un hombro y la falda del uniforme arrugada, como siempre. El sol pegaba duro, pero ella ni lo sentía, ya estaba acostumbrada a ese calor pegajoso que se colaba entre las grietas de los edificios viejos. Su abuela siempre le decía que se apurara, que no fuera a llegar tarde a la secundaria, pero Leti ya había aprendido que daba lo mismo llegar a tiempo o no. Total, todo estaba igual de jodido.


En la mochila, además de los cuadernos maltratados, llevaba una lata de chela bien escondida. No era la primera vez que la colaba a la escuela. Con el tiempo, había aprendido a no hacerle caso a las miradas de los demás, a ignorar los comentarios de los maestros, a flotar en medio de todo ese caos que le decían "futuro". Pero, ¿qué futuro? Si su vida era un loop eterno: ir a la escuela, escuchar a su abuela quejarse de la pensión que no alcanzaba, ver a sus compas fantasear con cosas que nunca iban a tener.


—¿Pa' qué chingados vengo a la escuela? —se preguntaba a sí misma, pateando una botella vacía en la banqueta—. Si ya sé cómo va a acabar todo. 


El barrio era un monstruo que se tragaba a todos. Las vecinas que salían con sus bolsas de mandado, los morritos que jugaban fútbol en las calles llenas de baches, los microbuseros que pasaban reventando música de banda a todo volumen, y los de la tiendita que vendían las caguamas con las que los tíos borrachos se arrinconaban en las esquinas. Leti lo había visto todo tantas veces que ya no le causaba nada. Era como ver la misma película de siempre, esa donde sabes que al final todos pierden.


Al llegar a la secundaria, saludó a unas amigas que se reían por cualquier pendejada, como si las bromas fueran la única manera de sobrevivir en ese lugar. Leti no tenía ganas de nada. Se sentó en la banca del patio y sacó la botella de aguardiente. Tomó un trago rápido, el ardor en la garganta la despertó un poco. A su lado, Nancy, su amiga de toda la vida, la vio de reojo pero no dijo nada. Ya estaban acostumbradas a esa rutina: alcohol para aguantar las horas de clase, risas forzadas para no pensar en lo que vendría después.


—¿Qué, Leti, ya vas bien cruda? —bromeó Nancy, mientras sacaba su teléfono para distraerse.


—Pos qué más, güey. ¿A poco crees que se me antoja escuchar al profe ese que nomás viene a hablar de que el mundo es de los que se esfuerzan? Puras mamadas.


Nancy se rió, pero era una risa amarga, la risa de las que ya no esperan nada. Ambas sabían que ese rollo de "esfuérzate y serás alguien" era puro cuento. Los profes podían decir misa, pero ellas vivían en un lugar donde el esfuerzo apenas alcanzaba para sobrevivir, para no quedarse atrás en esa carrera sin meta.


El timbre sonó y entraron a clase. Leti se sentó en la última fila, como siempre, evitando las miradas del maestro, que se veía tan cansado como sus alumnos. Se acomodó en su asiento, cruzando los brazos y dejando que su mente vagara. Los números en el pizarrón, las fórmulas, las palabras que se mezclaban con los murmullos de sus compañeros... todo eso se volvió un murmullo lejano, una especie de ruido blanco que llenaba el espacio pero no el vacío.


"¿Qué chingados voy a hacer con mi vida?", pensaba, mientras el maestro explicaba algo sobre ecuaciones que a nadie le importaba.


Leti había dejado de hacerse esa pregunta hace tiempo. Sabía que su vida ya estaba escrita. Terminaría la secundaria, tal vez iría a la prepa si tenía suerte, y después... ¿qué? Trabajar en una tienda, en una oficina de esas donde se te va la vida frente a una computadora vieja. O tal vez, si las cosas se torcían, acabaría como las otras morras del barrio: cuidando chamacos y rogando porque el marido no se pusiera violento.


Sacó la lata de nuevo y tomó otro trago, disimuladamente. El amargo sabor en la garganta era lo único que le recordaba que seguía viva.


—Leti, ¿qué vas a hacer el fin? —le preguntó Nancy, intentando sonar animada, aunque ambas sabían que no había mucho qué hacer.


—No sé, igual ir a la fiesta de la esquina, pero ya sabes cómo es eso. Puro desmadre y al final, pa' qué.


El viernes llegaría, y con él, la misma rutina de siempre: el ruido de los altavoces, los carros que pasaban tronando reggaetón, la gente bailando como si esa fuera la única manera de olvidar. Leti lo sabía, lo sentía. No había color en su vida, todo era gris, monótono, y ella ya se había resignado a eso. No esperaba nada, porque no había nada que esperar.


La campana sonó otra vez, y el día terminó. Leti salió de la escuela sin prisa, mirando las mismas calles, los mismos rostros, los mismos problemas que ya conocía de memoria. Caminó hacia su casa, sintiendo el peso de los años, aunque apenas tuviera 15. La vida no la había tratado mal, ni bien; simplemente la había dejado pasar, como el viento que arrastra las hojas secas.


Al llegar a la puerta, su abuela la saludó con su habitual queja:


—¿Otra vez llegas tarde, Leticia? Un día de estos no sé qué voy a hacer contigo.


Leti solo se encogió de hombros y entró sin decir nada. Subió a su cuarto, se tumbó en la cama y cerró los ojos, esperando que el sueño la librara, al menos por unas horas, de esa vida que ya le quedaba tan chica.


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